25 May
Edgar Allan Poe (Boston, Estados Unidos, 19 de enero de 1809 – Baltimore, Estados Unidos, 7 de octubre de 1849) fue un escritor, poeta, crítico y periodista estadounidense, generalmente reconocido como uno de los maestros universales del relato corto, del cual fue uno de los primeros practicantes en su país. Fue renovador de la novela gótica, recordado especialmente por sus cuentos de terror. Considerado el inventor del relato detectivesco
Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y variedad de trofeos , así como un número insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas, despertaron profundamente mi interés;
ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento–
Pues era ya de noche-, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las cortinas que envolvían la cama.
Mucho, mucho leí… E intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro.
El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas bujías, cayeron en un nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré su retrato, y cerré los ojos involuntariamente. Mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta.
Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette. Los brazos y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado.
Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de mi semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente.
. Pensando intensamente en todo eso, quedéme tal vez una hora, sentado con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Volví a colocar el candelabro en su posición anterior.
Busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que se designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:
«Era una virgen de singular hermosura, y encantadora . Aciaga la hora en que vio ,amó y desposó al pintor.
El, apasionado, , tenía ya una prometida en el arte; ella, una virgen alegre y traviesa ; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oir hablar al pintor de su deseo de retratarla. Durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre.
Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba hora a hora y día a día Ella seguía sonriendo, sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, sin embargo ella seguía cada más desanimada y débil. A medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en transe frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: «¡Ciertamente, ésta es la vida misma!”, y volvióse de improviso para mirar a su amada… ¡Estaba muerta!»
ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento–
Pues era ya de noche-, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las cortinas que envolvían la cama.
Mucho, mucho leí… E intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro.
El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas bujías, cayeron en un nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré su retrato, y cerré los ojos involuntariamente. Mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta.
Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette. Los brazos y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado.
Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de mi semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente.
. Pensando intensamente en todo eso, quedéme tal vez una hora, sentado con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Volví a colocar el candelabro en su posición anterior.
Busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que se designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:
«Era una virgen de singular hermosura, y encantadora . Aciaga la hora en que vio ,amó y desposó al pintor.
El, apasionado, , tenía ya una prometida en el arte; ella, una virgen alegre y traviesa ; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oir hablar al pintor de su deseo de retratarla. Durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre.
Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba hora a hora y día a día Ella seguía sonriendo, sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, sin embargo ella seguía cada más desanimada y débil. A medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en transe frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: «¡Ciertamente, ésta es la vida misma!”, y volvióse de improviso para mirar a su amada… ¡Estaba muerta!»
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