El Arte Dionisiaco
El arte dionisiaco descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de sí el instinto primaveral y la bebida narcótica. En ambos estados, el principio de individuación queda roto, lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva de lo general-humano, de lo universal-natural. Se establece un pacto entre hombres y una reconciliación con la naturaleza. Todas las diferencias de estirpe que la necesidad y el atropello han establecido entre los hombres desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y el humilde de cuna se unen para formar los mismos coros. Cantando y bailando se manifiesta el ser humano como miembro de una comunidad superior. Se siente prodigiosamente transformado y en realidad se ha convertido en otra cosa. En él resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación, ahora eso él lo percibe en sí. Ya no es artista, se ha convertido en una obra de arte. La potencia artística de la naturaleza es la que aquí se revela. Así como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto creador del artista dionisiaco es el juego con la embriaguez. Mientras no se ha experimentado en sí mismo ese estado, sólo se comprende de manera simbólica.
En la embriaguez dionisíaca, en el impetuoso recorrido de todas las escalas anímicas durante las excitaciones narcóticas o en el estallido de los instintos primaverales, la naturaleza se manifiesta en su esfera más alta: vuelve a juntar a los individuos y los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que el principio de individuación aparece como un permanente estado de debilidad de la voluntad. Cuanto más decaída se encuentra la voluntad, cuanto más egoísta y arbitrario es el modo como el individuo está desarrollado, tanto más débil es el organismo al que sirve. En aquellos estados brota un rasgo sentimental de la voluntad, por las cosas perdidas: en el placer supremo resuena «el grito del espanto, los gemidos nostálgicos de una pérdida insustituible.» El dios Dioniso ha liberado a todas las cosas de sí mismas, ha transformado todo. El canto y la mímica de las masas excitadas de ese modo, en las que la naturaleza ha cobrado voz y movimiento, fueron algo nuevo e insólito. «Si viviesemos una representación festiva ateniense, la primera impresión sería la de un espectáculo bárbaro y extraño». Y no sólo el mundo cultural griego antiguo nos parecería extraño sino también otras culturas antiguas como la China nos causarían esa extrañeza y asombro insólito. Pero el pasado para el presente, se presenta como un olvido. Desde toda perspectiva actual sobre el mundo pareciera que el presente camina sólo hacia una única dirección: el futuro. Nada dice «al hombre último» la grandeza civilizatoria en que se desarrollaron los pueblos antiguos ni los mecanismos sobre los que eligieron su arte, su cultura y su visión del mundo.
Pero para Nietzsche, que ve con desilusión el presente, es importante que imaginemos el mundo cultural antiguo griego, que recreemos ese mundo desde lo que sabemos de él. Por eso hace hincapié en lo que hay y ocurre en la vida artística para poder «ver» el drama griego: se esfuerza en crear un ambiente de los acontecimientos preparatorios del drama antiguo. Pero no sólo en él sino también en «el oyente se expandía un estado de ánimo festivo inusitado, teniendo sus sentidos frescos, estimulados, todo ahí producía un instinto profundísimo.
Los Conceptos Supremos y el Concepto de Dios
El hombre ha construido una cúpula conceptual infinitamente compleja sobre cimientos móviles, como agua en movimiento. La construcción es como una tela de araña, fina para ser transportada por las olas, consistente para no ser dispersada por el viento. Toda palabra se convierte en concepto desde el momento en que deja de servir para la vivencia original, única e individualizada, a la que debe su origen. Se pretende que el concepto sirva para expresar o significar una multiplicidad de realidades individuales que nunca son idénticas. La verdad no es más que un conjunto de generalizaciones, ilusiones, que el uso y la costumbre han venido imponiendo y cuya naturaleza hemos olvidado. Contra la petrificación que el devenir sufre al quedar fijado en una categoría o en un concepto que la costumbre convierte en inmutable, Nietzsche exalta el poder de la imaginación metafórica. La metáfora integra una diversidad sin caer en el dogmatismo porque se mantiene siempre abierta a la realidad, y no es simplificadora como ocurre en el modelo conceptual. La metáfora es una máscara o filtro que nos permite ver el mundo de un modo determinado, suprime unos hechos y pone de relieve otros. El filósofo dogmático ha confundido la máscara con el rostro y usa el concepto que simplifica y bloquea la visión del devenir de la realidad.
Gracias a la abstracción es como el hombre puede hacerle frente al devenir que le arrastraría de intuición en intuición sin posibilidades de sobrevivir. La abstracción le permite crear un orden piramidal, un mundo de leyes, privilegios, un mundo totalmente opuesto al mundo primitivo de las primeras intuiciones. El olvido de la naturaleza metafórica del concepto lleva a recortar la esencia de las cosas. La tradición occidental ha supuesto que el concepto no recorte aleatoriamente los movimientos de la realidad, por el contrario afirma que las formas en las que se distribuye la realidad se corresponden exactamente con nuestros conceptos. Por tanto la realidad es tal como la pensamos, Nietzsche niega que con los conceptos aprehendamos la verdadera realidad del ser, que es devenir y cambio. A través de las palabras y de los conceptos no se llega nunca a penetrar el fabuloso origen de las cosas. Existiría la Verdad si fuese posible una percepción exacta, pero esto es imposible. Sólo es posible un comportamiento estético que se sabe creativo y efímero.
El problema de la verdad adquiere ahora un sentido distinto. No es importante saber si un juicio es falso, sino si sirve para fomentar y mantener la vida. Si la mantiene y fomenta no importa su no verdad. Colocarse más allá del bien y del mal es el camino hacia la voluntad de poder, o la expresión de la voluntad de poder. La voluntad de poder es voluntad de apariencia, incluso de ilusión. Esta voluntad es más profunda, más metafísica que la voluntad de verdad que impera bajo el reinado del mundo sensible. Es más profunda porque conoce la realidad auténtica del ser que es el devenir y sabe que la razón humana no podrá simplificarla con sus categorías.
La voluntad de verdad consiste en utilizar las verdades usuales o mentir de acuerdo con las convicciones usuales, según el estilo social obligatorio para todos. La verdad es lo que hemos podido pescar con nuestros conceptos y categorías en el devenir del ser. Esto es sólo una perspectiva que se ha impuesto a través de la costumbre, pero no deja por ello de ser un error.
Etiquetas: arte dionisiaco, concepto de Dios, devenir, metafora, Nietzsche, verdad, Voluntad de poder
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