09 Nov

El profesor, entre la Política y la política

Que los profesores desempeñan un papel político en el sentido lato (se aplica al sentido que, por extensión de su significado, no es el que estricta y literalmente le corresponde) del término, parece incuestionable. Es política toda o casi toda nuestra conducta: no solamente votar en las elecciones (y aun no votar), sino también ir al cine o charlar en la taberna para tener una idea clara sobre algo, cumplir la palabra dada, etc. El adulto transmite, velis nolis (tanto si se quiere como si no se quiere), una forma de vida; el maestro lo hace profesionalmente. Se trata de una función importante, porque produce efectos considerables, y podrían deducirse corolarios paradójicos, no ya de tradicional descuido a que se somete a los aprendices de maestro, sino de la expresión de una vox populi que no se cansa de repetir lugares comunes descalificadores. He pensado en ocasiones que se envidia en secreto a quienes enseñan (maestros de primaria o profesores de universidad), quizá por aquello de su pouvoir spirituel sobre niños y jóvenes. Quien enseña, señorea y domina, y nadie con más razón, afirma Quevedo. Ese poder espiritual se puede malinterpretar, uno puede abusar de él; el docente puede usarlo para infundir en sus alumnos sus particulares ideas políticas o religiosas. Esta es la cuestión. No siempre le será fácil distinguir, pero el profesor debe hacerlo con buena fe. Una tarea es proporcionar al alumno materiales para su vida, y otra forzarlos a aceptar una cosmovisión ya elaborada. Nadie me puede dar más que elementos para la vida, ha dicho Aranguren; la vida, aunque sea con ellos, tengo que hacérmela yo.

No ser hombre de partido (Ortega)

El ejemplo de Ortega puede ayudar a comprender. Cuando el filósofo proclama que “la vida española nos obliga, queramos o no, a la acción política”, no se refiere a la pequeña política de los partidos. Pero en cierta ocasión fue diputado por León. “La política española se apoderó de mí, y he tenido que dedicar más de dos años de mi vida al analfabetismo” (La política es analfabetismo). Cinco años después, escribió: “La misión del llamado > es, en cierto modo, opuesta a la del político. La obra intelectual aspira a aclarar un poco las cosas, mientras que la del político suele consistir en confundirlas más de lo que estaban. Ser de la izquierda es como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser imbécil; ambas son formas de la hemiplejía moral (“limitación del pensamiento”). Hoy no está tan clara la diferencia entre una y otra (es decir, entre la obra intelectual y la obra política). Ortega sentó la necesidad de no ser hombre de partido. A su juicio, “esa exigencia de que todos los hombres sean partidistas es uno de los morbos más bajos, más ruines y más ridículos de nuestro tiempo”. Cuando en el año 1948/49 da un curso en el Instituto de Humanidades, que ha fundado con Julián Marías, reitera: “Yo, en esta cátedra, ni quiero ni puedo tener opiniones políticas y espero que en toda la actuación del Instituto nadie, ni ahora ni nunca, pierda el tiempo manifestándolas”. Su discípulo y amigo Manuel García Morente seguía la línea del maestro: “¿Es lícito al docente entregarse con sus alumnos al proselitismo (“celo por ganar adeptos a una causa”)? Evidentemente, no. De la escuela y de la cátedra debe alejar el docente todas sus convicciones privadas, políticas y religiosas”. Algunos docentes hacen lo contrario.

Ciencia como profesión, política como profesión (Weber)

En el espíritu y en la letra del funcionario va incluido el deber de servir a la sociedad, no a este o a aquel gobierno, no a estas o a aquellas ideas políticas; y el maestro falta a todos sus deberes cuando abusa de la autoridad que el Estado le confiere para manipular a sus pupilos. Pero cuando se habla de la estructura de la autoridad y de la burocracia, el sociólogo mayor es Max Weber. Weber consideraba que a partir de la baja Edad Media el mundo occidental se había ido racionalizando hasta pasar de las relaciones primarias al cálculo racional. En este proceso de racionalización, Weber asistía a un desencanto del mundo. La ciencia despojaba al mundo de su encanto. En el mundo racionalizado que nos ha tocado vivir, el autor de los tipos ideales trazó la semblanza de dos de ellos en El político y el científico. Recientemente ha aparecido una versión literal: Política como profesión, ciencia como profesión. El hombre de ciencia que era, recuerda el concepto de vocación: más que otros oficios menos importantes, la política y la ciencia atraen a algunos hombres, de suerte que conviene distinguir las dos opciones. El hombre de ciencia abandona el cautiverio originario y afronta la realidad para después intentar libera a los otros encadenados. Dentro de las aulas, al científico sólo se le exige una virtud: la probidad (“honradez”, “rectitud”) intelectual. El hombre de ciencia no debe tener veleidades (“voluntad antojadiza”) políticas; ni siquiera los estudiantes, cuya misión es otra. “La política no tiene cabida en las aulas. No deben hacer política los estudiantes. Tampoco han de hacer política en las aulas los profesores, especialmente cuando han de ocuparse de la política desde el punto de vista científico. Las tomas de posición política y el análisis científico de los fenómenos y de los partidos políticos son dos cosas distintas”. En el aula habla el profesor y callan los estudiantes (aunque esto ha cambiado mucho). Es una falta de responsabilidad la actuación política en tales circunstancias. Su misión específica consiste en serles útil con sus conocimientos y con su experiencia científica. Weber volvió al tema en uno de sus Ensayos sobre metodología sociológica. Hablando de la que denomina profecía profesoral para él insoportable e irrefutable, es decir, las pretensiones subjetivas de profesores que se consideran ungidos (investidos, proclamados) para hacer valoraciones prácticas, debela el abuso: “Insólito es el que multitud de profetas, acreditados por el Estado, no prediquen en las calles, en las iglesias u otros lugares públicos, ni tampoco en privado, en capillas sectarias escogidas personalmente y que se reconozcan como tales, sino que se sientan habilitados para pontificar acerca de concepciones del mundo >, en la calma de aulas que gozan del privilegio gubernativo, en un clima de presunta objetividad, sin control, sin discusiones y a salvo de cualquier contradicción”. No pocos estudiantes advierten que algunos profesores utilizan sus clases para dar mítines políticos; hay profesores que pegan carteles de partidos políticos o de sindicatos sin el menor empacho. He ahí la politización inaceptable. Aquí corresponde pensar tanto en los profesores universitarios como en los maestros de escuela primaria. Podemos terminar con una matización de Jaspers. Habla de la universidad y distingue entre escolar y estudiante. El profesor universitario debe tener en cuenta que sus estudiantes ya no son escolares, sino adultos responsables; debe ser ejemplo para su orientación. “Es un abuso querer manejarlos como maestro de escuela”. En España adolecemos de ese vicio más que en Alemania y en muchos otros lugares, y considerándolos incapaces de organizar su tiempo no lectivo, los obligamos a cumplir horarios maratonianos. La reforma que está en marcha, rebaja a 60 créditos por año todas nuestras carreras (que podían llegar a 90 créditos increíbles que se convirtieron en horarios de 8:00 a 15:00, como un trabajador cualquiera), hará más razonables los estudios universitarios españoles. El crédito anterior, al computar las meras horas presenciales, ignoraba el estudio subsiguiente, y el estudiante español, con más horas de clase que nadie, estudia menos. El método, sobrecarga como método, es tanto más contraproducente cuanto que se desarrolla en tiempo reducido, en cursos llenos de vacaciones y puentes.

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