30 Ago

La felicidad y la vida buena en Aristóteles

Aristóteles reflexionó largamente sobre «¿Cómo deberíamos vivir?». Tanto Sócrates como Platón habían contestado a esa pregunta antes que él. La necesidad de contestarla es en parte lo que hace que la gente se acerque a la filosofía. Aristóteles tenía su propia respuesta. La versión sencilla es ésta: en busca de la felicidad.

Hoy en día hay palabras mágicas, que representan lo más espiritual nuestro, y que sin embargo no presentan una fácil resolución ni teórica, ni práctica. Aristóteles estaba convencido de que existe una naturaleza humana y de que los seres humanos tienen una función. Hay un modo de vivir que se adecua más a nosotros y pensaba que el logro final de “esta naturaleza” suponía la felicidad. Este hecho puede verse afectado por lo que les suceda a quienes te importan e incluso por acontecimientos fuera de tu control (pathos), en este sentido, la fortuna juega también un papel importante en la realización de una persona. Pero hay una constante finalista (teleológica) que podemos mantener: nuestras posibilidades de eudaimonia (felicidad) se alcanzan si desarrollamos un carácter adecuado y esto depende de cómo has sido educado, pues el mejor modo de desarrollar buenos hábitos es practicarlos desde temprana edad (de ahí que las ideologías como, por ejemplo, la ideología de género pretende intervenir en edades muy tempranas). De este modo los buenos patrones de conducta son virtudes; los malos son vicios. Por eso Aristóteles planteó la importancia de desarrollar las virtudes y perseguir la felicidad, una propuesta acertada e inspiradora. En vez de procurar incrementar nuestro placer en la vida, dicen, deberíamos intentar ser mejores.

La impasibilidad y el dominio de las emociones en el Estoicismo

Cuando decimos tomarnos «las cosas con filosofía» estamos significando algo muy estoico. El término «estoico» proviene de la Stoa poikilé, que era un pórtico pintado en Atenas en el que estos filósofos se solían encontrar.

El Estoicismo se fundamenta en que “solo nos debemos preocupar por aquello que podemos cambiar y no debemos inquietarnos por nada más”. Al igual que los escépticos, su objetivo era alcanzar la serenidad mental. Era, diríamos hoy, una terapia. Incluso ante hechos trágicos, como la muerte de un ser querido, el estoico debía “permanecer impasible”. Porque, aunque lo que suceda no esté bajo nuestro control, nuestra actitud ante ello sí que lo está.

Nosotros somos responsables de lo que sentimos y pensamos. Podemos elegir cómo reaccionamos ante la buena y la mala suerte. Para algunas personas, las emociones son como el tiempo, fuera de control (sale un día nublado o soleado) pero los estoicos consideran que lo que sentimos en una determinada situación o acontecimiento es decisión nuestra, podemos dominar nuestras emociones. Las emociones no nos suceden. No tenemos por qué sentirnos tristes cuando no conseguimos lo que queremos; tampoco por qué enfadarnos cuando alguien nos engaña. Creían que las emociones nublan el pensamiento y perjudican el juicio.

Para los estoicos todas las pasiones eran malas. Por eso Cicerón denominaba las pasiones como enfermedades del alma. Incluso Cicerón critica la posición de los peripatéticos (en su consideración de la bondad de las pasiones moderadas por la razón) y dice: “debe evitarse todo mal, aun el moderado; pues, así como el cuerpo, aunque esté ligeramente indispuesto, no está sano, así esa mediocridad de las enfermedades o pasiones no es sana”.

Nuestra actitud respecto a los aspectos inevitables de la condición humana era lo que más les importaba. No deberíamos enojarnos porque la vida sea corta, sino intentar aprovecharla al máximo. Séneca señaló que “algunas personas desaprovecharían mil años con la misma facilidad que la vida que tienen”. La vida suele ser suficientemente larga para hacer muchas cosas si tomamos las decisiones correctas y no la malgastamos en tareas inútiles.

“Alguien que se hace a la mar y es empujado de un lado a otro por vientos tempestuosos no ha viajado”, decía Séneca “solo ha sido zarandeado a la deriva”. Lo mismo sucede con la vida. Estar fuera de control, pasar de un acontecimiento a otro sin encontrar tiempo para las experiencias más valiosas y significativas, no tiene nada que ver con vivir de verdad.

El ideal estoico es “vivir como un recluso, alejado del mundo”. El modo más fructífero de vivir, declaró —con perspicacia—, es estudiar filosofía.

Relación terapeuta-paciente en la situación actual

Tradicionalmente a un psicólogo – terapeuta -entendido este como cualquier profesional avalado por un sistema social para ofrecer y brindar ayuda a otro- se les ha asignado la responsabilidad “ilustrada” o “científica” de lograr, mediante los poderes de la razón, del conocimiento, personas saludables, socialmente ajustadas y felices en sus relaciones interpersonales.

En el marco de esta filosofía de la normalidad, establecida en el mundo occidental, el poder del terapeuta se ha sustentado en la certeza de que él posee un conocimiento y una actitud para ponerlos en favor del bienestar de su paciente, y como consecuencia de lo cual el paciente asume una posición sumisa y de espera frente a la cura de su salud.

Esta concepción, en muchos casos, lleva a los profesionales a actuar en contra de los deseos de los pacientes y a alimentar una necesidad profunda de obediencia que garantice el seguimiento de sus recomendaciones sin reflexionar sobre el carácter discutible de los valores y las consecuencias respecto a obligar a los demás a adoptarlos.

Hoy, ante la quiebra del ideal ilustrado, basado en la búsqueda de soluciones perfectas, atemporales, y la defensa de posturas omniscientes a partir del uso de la razón, el poder del terapeuta entra en cuestión. Ya no son vistos como portadores de verdades absolutas sobre la salud y deben ceder espacio ante los nuevos poderes que emergen del trasegar histórico en cada contexto sociocultural y que se encarnan en sus instituciones, imágenes, artefactos y palabras. Antes que un curador, el terapeuta de hoy se representa como un mediador entre distintos saberes y poderes, entre ellos los que otorgan la identidad cultural, la educación, el uso de la tecnología y el mercado.

el mercado.

3. La impasibilidad y el dominio de las emociones de los estoicos (2 p.)

Cuando decimos tomarnos «las cosas con filosofía» estamos significando algo muy estoico. El término «estoico» proviene de la Stóa poikilé, que era un pórtico pintado en Atenas en el que estos filósofos se solían encontrar.

El Estoicismo se fundamenta en que “solo nos debemos preocupar por aquello que podemos cambiar y no debemos inquietarnos por nada más”. Al igual que los escépticos, su objetivo era alcanzar la serenidad mental. Era, diríamos hoy una terapia. Incluso ante hechos trágicos, como la muerte de un ser querido, el estoico debía “permanecer impasible”. Porque, aunque lo que suceda no esté bajo nuestro control, nuestra actitud ante ello sí que lo está.

Nosotros somos responsables de lo que sentimos y pensamos. Podemos elegir cómo reaccionamos ante la buena y la mala suerte. Para algunas personas, las emociones son como el tiempo, fuera de control (sale un día nublado o soleado) pero los estoicos consideran que lo que sentimos en una determinada situación o acontecimiento es decisión nuestra, podemos dominar. Las emociones no nos suceden. No tenemos por qué sentirnos tristes cuando no conseguimos lo que queremos; tampoco por qué enfadarnos cuando alguien nos engaña. Creían que las emociones nublan el pensamiento y perjudican el juicio.

Para los estoicos todas las pasiones eran malas. Por eso Cicerón denominaba las pasiones como enfermedades del alma. Incluso Cicerón critica las posición de los peripatéticos (en su consideración de la bondad de las pasiones moderadas por la razón) y dice: “debe evitarse todo mal, aun el moderado; pues, así como el cuerpo, aunque esté ligeramente indispuesto, no está sano, así esa mediocridad de las enfermedades o pasiones no es sana”.

Nuestra actitud respecto a los aspectos inevitables de la condición humana lo que más les importaba. No deberíamos enojarnos porque la vida sea corta, sino intentar aprovecharla al máximo. Séneca señaló que “algunas personas desaprovecharían mil años con la misma facilidad que la vida que tienen”. La vida suele ser suficientemente larga para hacer muchas cosas si tomamos las decisiones correctas y no la malgastamos en tareas inútiles.

“Alguien que se hace a la mar y es empujado de un lado a otro por vientos tempestuosos no ha viajado”, decía Séneca “sólo ha sido zarandeado a la deriva”. Lo mismo sucede con la vida. Estar fuera de control, pasar de un acontecimiento a otro sin encontrar tiempo para las experiencias más valiosas y significativas, no tiene nada que ver con vivir de verdad.

El ideal estoico es “vivir como un recluso, alejado del mundo”. El modo más fructífero de vivir declaró —con perspicacia—, es estudiar filosofía.

Deja un comentario