31 Ago

1. LA CRISIS DE 1808 Y LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA


La crisis de 1808 se enmarca en el contexto interno del reinado de Carlos IV (1788-1808) y la hegemonía napoleónica en Europa. Carlos IV se vio desbordado por la situación creada por la Revolución Francesa (1789), donde el miedo a la expansión revolucionaria, dado el protagonismo de las clases populares, y la radicalización de la misma, con la detención del rey Luis XVI y la proclamación de la República, congeló todas las reformas iniciadas por Carlos III y apartó del gobierno a los viejos ministros ilustrados (Floridablanca, Aranda).

Así, en 1792, Carlos IV le confió el poder a Manuel Godoy, joven militar con el que habían trabado buena amistad tanto el rey como la reina María Luisa de Parma. Godoy, tras la ejecución de Luis XVI en enero de 1793, le declaró la guerra a Francia en coalición con otras monarquías absolutas europeas (Guerra de la Convención, 1793), lo que se saldó con una absoluta derrota de las tropas españolas y la firma de la Paz de Basilea (1795).

Godoy, que fue nombrado Príncipe de la Paz, era odiado por la alta nobleza y por la Iglesia por su origen plebeyo y por sus intentos reformistas (como la desamortización de tierras eclesiásticas en 1798, para hacer frente a la crisis financiera por las guerras contra Francia y Gran Bretaña) y también por los elementos ilustrados y el propio príncipe heredero Fernando, que veía en él un posible competidor en el favor de su padre.

En política exterior, Godoy siguió un camino de alianzas sucesivas con Francia frente a Inglaterra (Tratados de San Ildefonso), con lo que España logró la plaza de Olivenza en la llamada «Guerra de las Naranjas» contra Portugal (1801) y la devolución británica de la isla de Menorca (1802), pero perdió casi toda su flota en la batalla marítima de Trafalgar (1805) al destrozar el almirante británico Nelson a la armada hispano-francesa. En 1807, Napoleón obtuvo el consentimiento de Carlos IV para que sus ejércitos atravesasen España para atacar Portugal, aliada de Inglaterra, a cambio de un futuro reparto de Portugal entre Francia, España y un principado para el propio Godoy (Tratado de Fontainebleau, 1807).

Junto con estas circunstancias exteriores, la crisis económica y social y la oposición política creciente, con la actuación de un partido «antigodoyista» o «fernandino», que conspiró contra Godoy y Carlos IV a favor del príncipe Fernando, con episodios como la Conjura de El Escorial (1807), hicieron saltar la situación.

De esta manera, el 18 de marzo de 1808 estalló el motín de Aranjuez, donde se encontraban los reyes, quienes, bajo los consejos de Godoy y ante el temor de que la presencia francesa terminase en una real invasión del país, se trasladaban hacia el sur. El motín, dirigido por la nobleza palaciega y el clero, perseguía la destitución de Godoy y la abdicación de Carlos IV en su hijo Fernando. Los amotinados consiguieron sus objetivos. Carlos IV comunicó a Napoleón lo ocurrido y reclamó su ayuda para recuperar el trono. En esta caótica situación, Napoleón atrajo tanto a Carlos IV como a Fernando VII a la ciudad francesa de Bayona, y allí consiguió que ambos monarcas renunciaran a la corona española (abdicaciones de Bayona), en los diez primeros días de mayo de 1808. Todo ello con la tropas francesas en Madrid (Murat hace efectiva su llegada el 23 de marzo), generadoras de no pocas tensiones, mientras avanzaba el clamor popular “por el secuestro de la familia real en Bayona”. Todos estos motivos conducirán al levantamiento del 2 de mayo en Madrid que significa el arranque convencional de la Guerra de la Independencia. Mientras tanto Napoleón designaba a su hermano como rey de España, que juraba ante las Cortes Estamentales en Bayona el 7 de julio de 1808, como José I, quien apoyado en una carta otorgada, el Estatuto de Bayona, representó un imposible proyecto de reformismo liberal, enfrentado al rechazo de la población (excepto el colaboracionismo afrancesado) y a la efectiva capacidad de decisión centrada en Napoleón y sus generales.

La Guerra de la Independencia tuvo el siguiente desarrollo:



● Primera fase: Entre mayo y noviembre de 1808.

El 2 de mayo de 1808, ante las confusas noticias de que Fernando VII había sido secuestrado por Napoleón, el pueblo de Madrid se alzó de forma espontánea contra la presencia francesa, acompañados por algunos sectores del ejército (como los capitanes Daoíz y Velarde). Aunque fue duramente reprimido por las tropas al mando del general Murat, como quedó plasmado por Goya, su ejemplo cundió por todo el país y la población se levantó rápidamente contra el invasor. Ante la sorpresa de los franceses, un movimiento de resistencia popular frenó el avance de las tropas imperiales. Así, en los territorios donde triunfaron los rebeldes antifranceses se destituyó a las autoridades existentes y se crearon juntas, organismos de ámbito local y provincial compuestos por ilustrados, militares, clérigos y demás personalidades, elegidas por los ciudadanos.

De esta manera, mientras los franceses consiguen tomar Santander o Medina de Rioseco, fracasan en Gerona y Zaragoza. Además, las tropas francesas fueron derrotadas en Bailén (julio de 1808) por un improvisado ejército español, comandado por el general Castaños, lo que supuso la retirada de las tropas francesas hacia el norte, así como la solicitud de ayuda a Inglaterra, que envía al futuro duque de Wellington a Lisboa, siendo derrotados los franceses en Sintra y abandonando también Portugal.

● Segunda fase: Entre noviembre de 1808 y enero de 1810.

Este período se caracteriza por la reacción del ejército francés (la Grande Armée) con el propio Napoleón a la cabeza. Se producen derrotas españolas en Zorzona, Gamonal, Espinosa y Tudela, así como el segundo sitio de Zaragoza, que es tomada meses más tarde. El 2 de diciembre Napoleón repone a su hermano José en el trono de España, capitulando Madrid en enero de 1809. En julio se produce el triunfo hispano-británico de Talavera de la Reina, seguido sin embargo de la derrota de Ocaña y de la ocupación de Gerona. De esta manera, las tropas anglo-hispano-portuguesas retroceden. Por otra parte, con el levantamiento en España se pasa de la “guerra de los ejércitos” a la “guerra de los pueblos”. La sociedad española en general, pero especialmente las capas medias y las capas populares, iniciará la resistencia contra los ocupantes, bien a través de la lucha militar (partidas guerrilleras), bien en función de la no colaboración con los invasores.

● Tercera fase: Entre enero de 1810 y febrero de 1812.

Durante esta etapa la mayor parte del territorio peninsular acabará bajo control del ejército de Napoleón, aunque no podrán tomar ni Lisboa ni Cádiz. Además, se aprecia una cada vez mayor actividad guerrillera, recogida a partir del Reglamento de Partidas, pudiéndose destacar entre los principales guerrilleros al Empecinado o a Espoz y Mina. En 1811, Massena asume el mando de las operaciones en España, pero no logra expulsar a los ingleses de Portugal. Soult, por su parte, avanza por Andalucía y Suchet por Levante. Sin embargo, Soult es derrotado en la batalla de La Albuera en 1811, no pudiendo pasar por el sur hacia Portugal. No obstante, el control de la Península podía darse por hecho.

● Cuarta fase: De febrero de 1812 al final de la guerra (1814).

A principios de 1812 se inicia una amplia ofensiva hispano-inglesa, con la liberación de Ciudad Rodrigo y Badajoz. Además, la campaña de Rusia obligó a Napoleón a retirar gran parte de su ejército. En julio de 1812 se produce la derrota francesa de Los Arapiles, que desencadena el abandono de Madrid. A principios de 1813, y coincidiendo con los grandes desastres franceses continentales, Wellington reanuda una nueva ofensiva desde Portugal, obligando a los franceses a abandonar Andalucía y las áreas restantes de la zona centro. Por último, entre julio y agosto de 1813, las derrotas francesas en Vitoria y San Marcial a manos del ejército hispano-inglés, y las evacuaciones de Valencia y Cataluña (junio de 1814) ponen fin a la ocupación napoleónica de la Península. Con anterioridad, en diciembre de 1813, el Tratado de Valençay reconocía a Fernando VII como rey de España.

En definitiva, a lo largo de la guerra se produjo un proceso revolucionario, con una confrontación entre afrancesados, que aún siendo una minoría representaron una parte muy cualificada del sector político y cultural de la sociedad española, y patriotas, y dentro de estos entre liberales, que se habían decantado por el constitucionalismo liberal, y absolutistas, partidarios del Antiguo Régimen, lo que tuvo su reflejo en los debates de las Cortes de Cádiz.

Por último, los efectos de la guerra fueron desastrosos para España. Además del elevado número de muertos, ciudades como Zaragoza, Gerona o San Sebastián quedaron arrasadas. En otras se destruyeron edificios y monumentos artísticos, causándose un daño irreparable al patrimonio histórico y artístico. Además, las consecuencias económicas fueron importantísimas: el comercio colonial cayó en picado, el anterior ritmo de crecimiento industrial se perdió, el campo quedó arrasado y la hacienda pública quedó aún más arruinada. Por último, la guerra afectó al proceso de independencia de la América española ya que, ante el vacío de poder, los criollos aprovecharon la oportunidad para sustituir a las viejas autoridades y organizar sus propias Juntas, como ocurrió en Caracas, Buenos Aires y Bogotá, dando inicio al proceso de emancipación de las colonias.

2. LA REVOLUCIÓN LIBERAL, LAS CORTES DE CÁDIZ Y LA CONSTITUCIÓN DE 1812



a) Las Cortes de Cádiz


A lo largo de la guerra se produjo un proceso revolucionario, con una confrontación entre afrancesados, que aún siendo una minoría representaron una parte muy cualificada del sector político y cultural de la sociedad española, y patriotas, y dentro de estos entre liberales, que se habían decantado por el constitucionalismo liberal, y absolutistas, partidarios del Antiguo Régimen. Pero, además, se fue gestando un nuevo régimen político, alejado de los principios del Antiguo Régimen, surgiendo una serie de instituciones que actuaban en nombre del rey, pero cuya única legitimidad procedía del pueblo español. Entre esas instituciones, las más importantes fueron las juntas, organismos de ámbito local y provincial compuestos por ilustrados, militares, clérigos y demás personalidades, elegidas por los ciudadanos.

La necesidad de coordinarse política y militarmente obligó a formar juntas supremas provinciales y, más tarde, una Junta Suprema Central en Aranjuez (septiembre de 1808). La composición de la Junta Central era muy variada, formada tanto por aristócratas como Floridablanca, y miembros de la Ilustración convertidos en moderados, como Jovellanos, hasta por liberales partidarios de reformas radicales, aunque todos coincidían en la necesidad de reformar el Antiguo Régimen. Sin embargo, la Junta Central, desprestigiada ante el fracaso de su política militar de resistencia, aislada y dividida en Cádiz, con el asedio de las tropas francesas, se disolvió, entregando el poder a un Consejo de Regencia, que procedió a convocar Cortes constituyentes en enero de 1810, cuya apertura se produjo el 24 de septiembre, con la presencia de tan sólo 95 diputados, número que aumentó posteriormente por la llegada de nuevos diputados procedentes de provincias ocupadas por el ejército francés.

Las Cortes generales y extraordinarias comenzaron sus sesiones en la isla de León (actual San Fernando) y en febrero de 1811 se trasladaron a Cádiz, donde concluyó sus sesiones en septiembre de 1813. Las nuevas Cortes ordinarias se reunieron ya en Madrid, liberada del dominio francés, hasta el regreso de Fernando VII en mayo de 1814.

La composición social de las Cortes de Cádiz estaba marcada por la fuerte presencia del clero, seguida de un importante núcleo de abogados, funcionarios y militares, así como algunos nobles y comerciantes. No hubo artesanos, trabajadores de la industria ni campesinos. Por otro lado, pronto se formó un grupo absolutista, contrario a las reformas, uno ilustrado, con componentes como Jovellanos, partidarios de un régimen intermedio de cambios muy limitados, y un tercer grupo de diputados liberales (como Muñoz Torrero, Agustín Argüelles o el conde de Toreno), que será el que triunfará, y que querían una cámara única y la soberanía nacional plasmada en una Constitución.

Las Cortes confirmaron a los tribunales de justicia y a las autoridades civiles, militares y judiciales e hicieron valer el principio democrático de representantes de la nación de los diputados. Además, la legitimidad de las Cortes se basaba en la nación y no en el mandato regio, por lo que se les ha dado ese carácter de “revolucionarias”. Las Cortes se definieron, asimismo, como poder constituyente, en espera de la elaboración de una Carta Magna que habría de recoger los principios básicos de la división de poderes, así como en Regencia interina hasta la llegada del monarca. No se aceptaban, por tanto, las abdicaciones de Bayona, al no haberse contado con el conocimiento y consentimiento de la Nación española.

Mientras tanto, la legislación ordinaria llevada a cabo por los diputados de Cádiz reviste una importancia excepcional, vertebrándose en una serie de medidas que representan la auténtica ruptura con el Antiguo Régimen, antes incluso de que quedara sancionada la Constitución. Se va a producir el desmantelamiento jurídico del Antiguo Régimen, adoptándose medidas entre las que destacan: la afirmación de la soberanía nacional; se proclamaba la igualdad ante la ley, lo que significaba el fin de la sociedad estamental; la libertad de imprenta; la supresión del régimen señorial, con el Decreto de 6 de agosto de 1811, aboliendo los derechos feudales y la dependencia personal de los campesinos para con sus señores; la eliminación de los mayorazgos, declarándose la propiedad libre e individual, y en modo alguno vinculable a familias o grupos; la desamortización de los bienes de propios y de bienes del clero, con el fin de disminuir la deuda pública, que se presentía muy importante cuando terminara la guerra y hubiera que reconstruir el país; la abolición de los gremios (1813), con lo que se establecía la libertad de producción, venta y contratación; y la abolición de la Inquisición (1813).

b) La Constitución de 1812


Para garantizar su permanencia, todas estas medidas generales deberían quedar plasmadas en una Constitución para adquirir la condición de leyes fundamentales del Estado. El texto fue redactado inicialmente por una comisión, debatiéndose el modelo constitucional y de la monarquía española. Finalmente, tras año y medio de discusión, se promulgó la Constitución el 19 de marzo de 1812, día de San José, le que le valió el apelativo popular de “La Pepa”. La Constitución de 1812, que compatibiliza la tradición de los reinos hispánicos con el espíritu revolucionario francés, constaba de 10 títulos y 384 artículos, y contenía los siguientes aspectos fundamentales:

  • Soberanía nacional. La soberanía residía en la nación, incluidos los habitantes de las colonias.
  • División de poderes. El poder legislativo residía en unas Cortes unicamerales; el poder ejecutivo en el rey; y el judicial en los jueces y tribunales.
  • Aunque se respeta la monarquía hereditaria, ésta debía ser constitucional, en virtud de la cual el rey debería jurar y acatar la Constitución como condición previa a su reconocimiento por la nación. Además, se trataba de una monarquía moderada, donde el poder real estaba limitado y sus atribuciones quedaban reducidas a la dirección del gobierno, la administración y la promulgación, sanción y veto de leyes, por dos veces como máximo en un período de tres años.
  • Reconocimiento de derechos y libertades individuales, como la igualdad social, jurídica y fiscal, el derecho a la propiedad, el derecho a la educación, la libertad de imprenta y opinión o la inviolabilidad del domicilio. Asimismo, se prohibía la tortura.
  • Proclamación del catolicismo como la religión única y oficial del Estado, prohibiéndose el ejercicio de cualquier otra.
  • Adopción del sufragio universal masculino indirecto como sistema de voto, aunque los candidatos debían tener rentas.
  • Democratización municipal en función de la consolidación de ayuntamientos electivos.
  • Creación de la Milicia Nacional.
  • Libertad económica, con la supresión de los gremios, la abolición de los señoríos, libertad de cercado de tierras para poner fin al predominio ganadero de la Mesta, libertad de industria y de contratación, o la desamortización de los bienes de manos muertas.


Su vigencia fue corta y accidentada. Fernando VII, tras su restitución en el Trono por el Tratado de Valençay, la derogó por el decreto de 4 de mayo de 1814. Así, no es hasta 1820 cuando vuelve a estar en vigor durante algo más de tres años, hasta 1823. Por último, entró de nuevo en vigor durante unas semanas en 1836, tras el pronunciamiento de los sargentos de La Granja, que dio paso a la nueva Constitución liberal de 1837, que vino a sustituir a la de 1812.

A pesar de ello, pronto se convirtió en un símbolo de la lucha contra el absolutismo y en un modelo para las revoluciones liberales, influyendo en Portugal, Italia y los países hispanoamericanos que pronto obtendrían su independencia.

3. EL REINADO DE FERNANDO VII: SUS ETAPAS



a) El Sexenio Absolutista (1814-1820)


A finales de 1813, Napoleón decidió firmar la paz con España, reconocer a Fernando VII como monarca legítimo, permitir su vuelta al país y retirar sus tropas del territorio español (Tratado de Valençay). El rey otorgó validez a la Constitución de 1812 por oportunismo político hasta que tuvo la capacidad de asumir completamente las riendas del poder. Así, Fernando VII regresó a España en marzo de 1814, siendo aclamado por el pueblo, que lo conocía como “el Deseado”. Sin embargo, en lugar de desplazarse a Madrid, donde los liberales esperaban que jurase la Constitución de 1812, el rey se dirigió a Valencia donde un grupo de sesenta y nueve diputados absolutistas de las Cortes de Cádiz le entregaron un documento, el “Manifiesto de los persas”, en el que solicitaban la restauración de la monarquía absoluta y la abolición de la Constitución de 1812. Así, el 4 de mayo de 1814, Fernando VII promulgó un decreto por el que derogaba la Constitución, anunciando la vuelta al absolutismo. El decreto, mantenido en secreto, fue publicado en la Gaceta ocho días después, cuando el rey ya estaba en Madrid. Inmediatamente fueron detenidos o asesinados los principales dirigentes liberales, mientras otros huyeron hacia el exilio.

En los meses siguientes se produjo una vuelta en toda regla al Antiguo Régimen, un verdadero golpe de Estado absolutista. Sin embargo, la fácil instauración del absolutismo se puede explicar por la restringida repercusión de la obra de Cádiz y de la Constitución en el contexto general de la sociedad española de la época.

Además, el marco internacional era favorable al absolutismo tras las guerras napoleónicas. El Congreso de Viena (1814-1815), decidió la restauración del Antiguo Régimen, sobre el ideario del legitimismo y bajo la garantía de la Santa Alianza, que era la cobertura ideológica de la coalición que habían formado las potencias vencedoras de Napoleón para mantener el absolutismo. Por tanto, la política de Fernando VII de restauración absolutista estaba en línea con la que, a excepción de Inglaterra, se practicaba en toda Europa, donde existía una crisis del liberalismo.

Los liberales, por su parte, tuvieron que pasar a la clandestinidad y recurrieron a los pronunciamientos militares, alzamientos armados protagonizados por sectores del ejército partidarios de la Constitución de 1812, como forma de intentar poner fin al absolutismo, que siempre fracasaron, aunque aumentaron el clima de inseguridad. Así, Espoz y Mina se sublevó en Navarra en 1814, pero fracasó y tuvo que huir a Francia; en 1815, Porlier se pronuncia en La Coruña, pero acaba siendo detenido y ejecutado. La misma suerte corrieron los pronunciamientos de Lacy en 1817 o de Vidal en Valencia en 1819.

Esta etapa estuvo marcada por la inestabilidad y el fracaso político, a causa de las consecuencias de la guerra y la quiebra de la hacienda, fracasando el intento de reforma fiscal del ministro Martín de Garay, que trataba de establecer un sistema de contribución única y proporcional a los ingresos. La situación del país era caótica, a lo que había que sumar a las colonias americanas en pie de guerra por su independencia, mientras se agravaba la crisis económica. Así, arruinado e impotente, con un ejército desorganizado y mal pagado, el régimen absolutista no resistirá el levantamiento generalizado de 1820.

b) El Trienio Liberal o Constitucional (1820-1823)


El 1 de enero de 1820, el coronel Rafael de Riego, al frente de una compañía de soldados acantonados en Cabezas de San Juan (Sevilla), en espera de marchar hacia la guerra en las colonias americanas, se sublevó y recorrió Andalucía proclamando la Constitución de 1812. La pasividad del ejército, la actuación de la oposición liberal en las principales ciudades y la neutralidad de los campesinos obligaron finalmente a Fernando VII a aceptar, el 10 de marzo, convertirse en monarca constitucional.

Se inició así el período conocido como Trienio Liberal o Constitucional, etapa en la que se restablecieron el concepto de soberanía nacional, la división de poderes y la libertad de expresión y reunión y en la que se intentaron aplicar las reformas aprobadas por las Cortes de Cádiz, como la supresión definitiva del Tribunal de la Inquisición (1820) y la abolición del régimen señorial. Además, se reemprendió la desamortización, intentando paliar la deuda del Estado; se llevó a cabo una reforma eclesiástica para reducir el número de monasterios y órdenes religiosas, pasando sus bienes al Estado y vendidos; se creó una Milicia Nacional, para la defensa de la Constitución y del régimen liberal; y se produjo el regreso de los exiliados políticos, proliferando las Sociedades patrióticas.

Al mismo tiempo, los liberales se dividieron en dos facciones cada vez más definidas: los doceañistas o moderados, es decir, quienes creían que bastaba con aplicar las medidas aprobadas en las Cortes de Cádiz (Martínez de la Rosa, Argüelles…); y los exaltados, partidarios de reformas más radicales (Mendizábal, Alcalá Galiano, Riego…). El protagonismo dado a los doceañistas en un primer momento hizo que los sectores más radicales mantuvieran una actitud de enfrentamiento al gobierno hasta agosto de 1822, en que se produce un giro exaltado con la sustitución de Francisco Martínez de la Rosa por Evaristo San Miguel.

En este periodo, el régimen liberal contó con la oposición del rey, de un sector del ejército y de las elites del Antiguo Régimen, de la mayor parte del clero y del propio campesinado, perjudicado por la política de los exaltados. Además, surgió también una oposición de corte conservador, cuyos componentes intentaron reaccionar frente al gobierno liberal. Entre los intentos para restablecer el viejo absolutismo se pueden señalar la sublevación de la Guardia Real (julio de 1822), sofocada finalmente por la Milicia Nacional; la organización de fuerzas guerrilleras en Navarra y Cataluña; y la creación de la Regencia de Urgel, instalada en la localidad leridana de La Seo de Urgel, que pretendió actuar como gobierno legítimo mientras durara la “cautividad” del rey por parte de los liberales.

El régimen del Trienio fue derrocado por una intervención militar extranjera. La Santa Alianza, en el Congreso de Verona (1822) decide la reinstauración del absolutismo en España, reclamada por el mismo rey. Francia organizó una expedición, conocida como los Cien Mil Hijos de San Luis, dirigida por el Duque de Angulema, que penetró en España en abril de 1823. El Gobierno se trasladó a Cádiz llevándose consigo al rey, pero se vio obligado a rendirse y liberar al monarca (30 de septiembre de 1823). Una vez libre, Fernando VII restauró por segunda vez el absolutismo (Decreto de 1 de octubre de 1823).

c) La Década Ominosa (1823-1833)


Esta etapa del reinado de Fernando VII comienza con una nueva persecución radical de los liberales, extendiéndose la represión política y el exilio, fundamentalmente a Inglaterra o Francia. Destacan en este gran exilio militares como Espoz y Mina o Torrijos, clérigos como Blanco White y políticos como Martínez de la Rosa o Mendizábal. Además, se produjeron ejecuciones como la de Riego, en 1823.

Por otra parte, aunque se derogó nuevamente la Constitución de 1812 y se volvió a los principios básicos del absolutismo político, se produjeron una serie de reformas administrativas, como la creación del Consejo de Ministros (1823) o la introducción por primera vez por parte del ministro de Hacienda, Luis López Ballesteros, del presupuesto del Estado en 1828.

Además, durante este periodo culminó la independencia de las colonias americanas, ya proclamada en Perú y México en 1821, a excepción de Cuba y Puerto Rico, produciéndose la derrota definitiva en Ayacucho (1824), lo que originó una difícil situación para la economía española. Esto incide en la conformación de la Bolsa de Valores, la creación del Banco de San Fernando y el impulso de ciertas prácticas de apertura comercial.

En esta última etapa de su reinado Fernando VII se encontró con una doble oposición:

  • a) En el seno del sector realista surgió una facción llamada ultrarrealista o apostólica que promovió movimientos y conspiraciones contra los ministros más moderados de Fernando VII. Sobresalió la revuelta de los “malcontents” o de los “agraviados”, que tuvo lugar en Cataluña en 1827, promovida por el campesinado descontento con los impuestos y con la administración, y alentada por el clero reaccionario y los sectores más ultrarrealistas.
  • b) La liberal, donde destacan, en 1831, la detención, procesamiento y ejecución de Mariana Pineda en Granada, y la fallida insurrección dirigida en diciembre de ese mismo año por el general Torrijos, convirtiéndose en símbolos del heroísmo liberal revolucionario.


Los últimos años del reinado de Fernando VII estuvieron marcados por el problema sucesorio y el origen del carlismo. Hasta el nacimiento en 1830 de Isabel, la futura Isabel II, el hermano del rey, Carlos María Isidro, había sido heredero al trono. Meses antes del nacimiento, Fernando VII había hecho publicar la Pragmática Sanción, por la cual se restablecía el derecho de las mujeres a ocupar el trono, aboliendo la Ley Sálica, impuesta por Felipe V.

Los partidarios de Carlos María Isidro consideraron esta decisión resultado de una conspiración liberal, por lo que aprovecharon la enfermedad del rey, y en 1832 provocaron los “sucesos de La Granja”, intentando presionar al rey y a la reina María Cristina para abolir la Pragmática Sanción y que pudiera reinar Carlos María Isidro.

Finalmente, Fernando VII confirmó la Pragmática Sanción (1 de enero de 1833) y Carlos María Isidro marchó a Portugal, mientras que la reina se hizo cargo del gobierno y decretó una amnistía para los liberales, que regresaron del exilio. Fernando VII falleció el 29 de septiembre de 1833, estallando por las mismas fechas la Primera Guerra Carlista (1833-1840), entre los partidarios de Carlos María Isidro y los de la reina regente, María Cristina, y su hija, Isabel.

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