27 Nov

El reinado de Carlos IV quedó anulado a partir de 1792 por la dirección del primer secretario de Despacho, Manuel Godoy. Godoy aplicó el despotismo ilustrado, causando rechazo tanto en los sectores ilustrados como absolutistas. Las contradicciones económicas de este sistema llevaron a una gran crisis de subsistencia. La gran deuda generada obligó a Carlos IV a desamortizar y vender el patrimonio eclesiástico. Para evitar la expansión de la Revolución Francesa a España, el Estado apostó por el aislamiento mediante la Inquisición. En 1793, con la ejecución del Luis XVI, España anuló los Pactos de Familia y declaró la guerra a Francia. El ejército del General Ricardos avanzó sobre la Cataluña francesa con un gran éxito inicial. Sin embargo, las fuerzas de la Convencíón contratacaron y, ante su rápido avance, Godoy  se vio forzado a firmar la Paz de Basilea (1795), por la que se restablecía el territorio español a cambio de ceder Santo Domingo y algunas ventajas comerciales a Francia. En 1796, el Pacto de San Idelfonso restauró la alianza con Francia para luchar contra Inglaterra.

El arrinconamiento político de la nobleza y la derrota en la batalla de Trafagar (1805), unieron a los opositores de Godoy en torno a Fernando VII. En 1807, Godoy autorizó, mediante el Tratado de Fontainebleau, el paso de las tropas francesas por España para conquistar Portugal, con el fin de aislar a Gran Bretaña. En 1808, los opositores organizaron una revuelta palaciega, conocida como el motín de Aranjuez, que finalizó con la caída de Godoy y la abdicación forzada de Carlos IV en Fernando VII. Sin embargo, Napoleón no concedíó su apoyo a Fernando VII e intervino como mediador en la disputa entre padre e hijo. En las abdicaciones de Bayona, Fernando VII devolvíó la corona a Carlos IV, que cedíó el trono de España a Napoleón, el cual puso en el poder a su hermano, José Bonaparte. José I hizo publicar el Estatuto de Bayona de 1808, que definía un régimen autoritario parcialmente reformista que reconocía algunos derechos individuales

La salida de la familia real española a Bayona propició la sublevación antifrancesa de los madrileños: el levantamiento del 2 de Mayo. Murat, general francés, respondíó con una dura represión plasmada por Goya en el cuadro del fusilamiento del 3 de Mayo. Tras estos acontecimientos, la insurrección se extendíó por toda España, comenzando así la Guerra de Independencia (1808-1814). Fue una guerra popular de escala nacional e internacional. En el plano internacional se enfrentaron España y Francia, mientras que en el nacional se enfrentaron los opositores de los franceses contra los afrancesados (minoría). Los opositores estaban constituidos por el pueblo español, influenciado por la doctrina del bajo clero, y una minoría progresista concentrada en Cádiz. Los afrancesados eran promotores de las reformas ilustradas francesas fieles a José I.


Durante la guerra, se desarrollaron dos gobiernos simultáneos. Por una parte se encuentran los opositores franceses. El vacío de poder dio lugar a la formación de las Juntas Provinciales, formadas por ciudadanos prestigiosos que legitimaban su autoridad en nombre de Fernando VII.  La necesidad de una mayor coordinación en la guerra desembocó en la formación de la Junta Central Suprema, presidida por Floridablanca, cuya misión era dirigir la estrategia en la guerra, apoyándose en Gran Bretaña. La Junta Central Suprema traspasó sus poderes a un Consejo de Regencia, que convocó en Septiembre de 1810 las Cortes de Cádiz, las cuales redactaron la Constitución de 1812. Por otra parte, el Gobierno de José I trató de emprender las reformas liberales del Estatuto de Bayona, pero nunca se llegaron a implantar.

La guerra de Independencia se dividíó en tres fases. La primera (entre Mayo y Octubre de 1808) comenzó con el levantamiento del 2 de Mayo. Napoleón decidíó entrar en España para reprimir los levantamientos e instaurar el régimen de José I. El método de conquista francés consistíó en controlar el territorio viviendo sobre el país. La inesperada resistencia de los españoles desbarató los proyectos de Napoleón, destacando ciudades como Zaragoza y Girona, y la derrota del ejército de Dupont frente al general Castaños en la batalla de Bailén. Como resultado, José I tuvo que retirarse a Vitoria.

La segunda etapa tuvo lugar entre Noviembre de 1808 y 1812, cuando Napoleón decidíó ponerse al frente de la Grand Armeé, formada por 250000 hombres. El avance francés fue contundente, dominando toda la península a excepción de Cádiz, protegida por la marina inglesa. José I regresó a la capital de España y la Junta Central se trasladó a Cádiz. La desintegración del ejército español supuso la resistencia mediante la guerra de guerrillas, una táctica de ataque rápido y disperso de antiguos soldados a los franceses aprovechando el terreno.  Los franceses dominaron las ciudades pero fueron derrotados en el campo. Las guerrillas contaban con un fuerte apoyo popular y entre sus autores destacaron El Empecinado y Espoz y Mina.

La última etapa tuvo lugar entre 1812 y 1814. Napoleón se vio obligado a retirar parte de las tropas que ocupaban la península para desplazarlas al frente ruso. El ejército anglo-español, dirigido por el general Wellington, aprovechó la oportunidad para derrotar definitivamente al ejército francés. La victoria Arapiles en 1812 fue seguida por las Vitoria, San Marcial y San Sebastián en 1813. En Diciembre de 1813 el Tratado de Valençay reconocía a Fernando VII como rey de España


Mientras acontecía la Guerra de la Independencia (1808-1814) se produjo una revolución política liberal cuya finalidad era erradicar el sistema del Antiguo Régimen.

En 1808, las Abdicaciones de Bayona crearon un vacío de autoridad en la España ocupada. Para llenar ese vacío y organizar la espontánea insurrección contra los franceses se organizaron Juntas Provinciales, formadas por ciudadanos prestigiosos que legitimaban su autoridad en nombre de Fernando VII.  La necesidad de una mayor coordinación en la guerra desembocó en la formación de la Junta Central Suprema, presidida por Floridablanca.  La Consulta al País elaborada por la Comisión de Cortes manifestó la opinión pública de la necesidad de reformas profundas. La Junta Central Suprema, desacreditada por las derrotas militares, dio paso a un Consejo de Regencia, compuesto por cinco miembros, siendo el órgano de gobierno hasta el regreso de Fernando VII. La Regencia finalmente decidíó convocar las Cortes cuando llegó la noticia del establecimiento de poderes locales en distintas ciudades americanas.

Los diputados que participaron en las Cortes se eligieron a través de un complejo sistema de elección indirecta de escalones de electores (parroquias, partido judicial, provincia). Se eligieron diputados provinciales mediante el sufragio censitario masculino. La situación de guerra y la dificultad de traer representantes de las Américas dificultó la reuníón de las Cortes. Muchos diputados se sustituyeron por otros residentes en Cádiz, de forma que se extendíó el ambiente liberal de la ciudad. La mayoría de los diputados eran de la clase media, profesionales liberales, eclesiásticos y miembros de la burguésía; las clases populares y las mujeres no estaban representadas. De este modo quedó distribuida la división de poderes: el poder legislativo en las Cortes de Cádiz, el ejecutivo en la Regencia y el judicial en los Tribunales de Justicia.

Las sesiones de Cortes comenzaron en Septiembre de 1810 y en ellas se formaron tres grupos de diputados según su ideología. Los liberales eran defensores de reformas revolucionarias, los reformistas ilustrados (jovellanistas) eran partidarios de reformas moderadas sin cambiar el sistema absolutista y los absolutistas pretendían mantener el Antiguo Régimen (monarquía absoluta, sociedad estamental y economía mercantilista). La mayoría liberal inició la primera revolución liberal burguesa en España, con dos objetivos: adoptar reformas erradicar el Antiguo Régimen y aprobar una Constitución que cambiara el régimen político del país.


Los decretos de abolición del Antiguo Régimen se pueden diferenciar en tres órdenes: administrativo, social y económico. Entre las reformas administrativas, destaca la división provincial de España. Las cortes eliminaron los antiguos reinos provincias e intendencias y decretaron una nueva división provincial, que no se llegó a concretar, con el fin de conseguir la uniformidad territorial y la centralización política. En segundo lugar, las reformas sociales tuvieron un carácter liberal y crearon una nueva sociedad de clases cuyos derechos eran libertad, igualdad y propiedad. Se suprimíó el régimen feudal al abolir los señoríos jurisdiccionales y derechos señoriales. Además, se aprobó el Decreto de libertad de imprenta, que suprimía la censura previa para los escritos políticos. En cuanto a la Iglesia, las Cortes llevaron a cabo la abolición la Inquisición (obstáculo para la libertad de expresión), la separación entre Iglesia y Estado, y la expropiación (desamortización) de bienes y conventos con menos de doce miembros. Por último, las reformas económicas se centraron en la desaparición del Concejo de la Mesta, la desamortización tanto eclesiástica como afrancesada, la derogación de los gremios y el Decreto de libertad de producción, contratación y comercio.

Por otra parte, la obra más importante de las Cortes de Cádiz es la Constitución de 1812, la primera constitución de España, también conocida como la Pepa. La Constitución establecía la soberanía nacional y la monarquía constitucional como sistema de gobierno. Asimismo, en la división de poderes el poder legislativo correspondía a las Cortes unicamerales. El ejecutivo residía en el rey, que presidía el gobierno e intervénía en la elaboración de las leyes a través de la iniciativa y la sanción (veto suspensivo durante dos años). Finalmente, el judicial correspondía a los tribunales de justicia. La Pepa establecía un complicado procedimiento electoral de cuarto grado por sufragio universal masculino indirecto, que se tornaba en censitario al aumentar el grado. Por este mecanismo, los hombres mayores de 25 años elegían a unos compromisarios que, a su vez, elegían a los diputados. La Constitución proclamaba el Estado confesional católico, por presión de los absolutistas y el clero, y reconocía derechos individuales y colectivos (libertad, propiedad, igualdad ante la ley, representación, educación, libertad de imprenta, etc.). La igualdad ante la ley se implantó mediante un fuero único (mismas leyes para todos excepto Ejército e Iglesia). Por último, se creó un ejército nacional para garantizar el orden constitucional, la Milicia Nacional.

Tanto la Constitución de 1812 como las leyes de las Cortes no tuvieron una aplicación práctica por el estado de guerra y, posteriormente, Fernando VII derogó toda la obra de las Cortes. La Constitución de 1812 fue el símbolo del liberalismo y de referencia para textos posteriores.



Una vez finalizada la Guerra de Independencia contra los franceses, Fernando VII regresó de su cautiverio en virtud del Tratado de Valen cay (1813). Su reinado (1814-1833) se puede dividir en tres etapas: Restauración Absolutista, Trienio Liberal y Década Ominosa.

En primer lugar, el Sexenio absolutista (1814-1820). Al volver a España, Fernando VII anuló la obra legislativa de las Cortes de Cádiz, para lo cual fue determinante la demanda de los diputados absolutistas en el “Manifiesto de los Persas”.  De esta manera, se restauró el gobierno absolutista del Antiguo Régimen, como se pactó en el Congreso de Viena (1815). Esto supuso la represión y exilio de los políticos liberales; el restablecimiento de la Inquisición, la Mesta, la sociedad estamental y el feudalismo, y la abolición de la Desamortización. Por otra parte, Fernando VII afrontó una serie de problemas: la Emancipación Americana; la crisis hacendística, marcada por la reconversión de la economía a la paz y por un ineficiente sistema tributario, y la inestabilidad del gobierno. Esta última estuvo causada por el excesivo poder de la camarilla del monarca y la oposición de los liberales. La conspiración liberal se manifestó en la creación de sociedades secretas (masonería) y en pronunciamientos militares. Destacan tres fallidos encabezados por Espoz y Mina en Pamplona, Díaz Porlier en La Coruña y Lacy en Cataluña, y uno triunfante a cargo del Rafael del Riego en Sevilla (1820).

El pronunciamiento encontró apoyos que obligaron a Fernando VII a restablecer la Constitución de 1812, comenzando así el Trienio Liberal (1820-1823). Este periodo forma parte de las oleadas revolucionarias liberales que tienen lugar en Europa en la década de 1820. Las nuevas cortes liberales restablecieron y crearon leyes supresoras del Antiguo Régimen: eliminación de la Inquisición y del feudalismo, reanudación de la desamortización de tierras eclesiásticas y salvaguardia de derechos, como el Código Penal. Además, se creó una Milicia Nacional formada por ciudadanos defensores de la Constitución.

Durante este trienio se produce la ruptura del bloque liberal en dos facciones. Por una parte, los moderados o doceañistas (Istúriz, Martínez de la Rosa), padres de la obra de Cádiz, controlaron el gobierno hasta 1822. Por otra parte, los exaltados o veinteañistas (Mendizábal, Calatrava), participantes en la revolución de 1820, constituyeron el sector más radical y controlaron el gobierno a partir de 1822. La brevedad del trienio liberal se debíó a la multitud de opositores absolutistas: la Iglesia, altos mandos del ejército, campesinos y políticos conservadores (realistas). Se formaron partidas armadas de voluntarios realistas, que contaron con el apoyo de Fernando VII. Sus insurrecciones en Navarra y Cataluña dieron pie a la proclamación de un gobierno paralelo al oficial, la Regencia de Urgel. A nivel europeo, las potencias del Congreso de Viena se habían comprometido a sofocar las revoluciones liberales. En 1822, tras el Congreso de Verona, Francia envió a los “Cien Mil Hijos de San Luis”, que pusieron fin al gobierno liberal.


Por último, la Década Ominosa (1823-1833). Fernando VII desató una dura represión que se manifestó en las ejecuciones (Riego, Empecinado, Torrijos, etc.) y exilio a Francia y Reino Unido de los liberales. El monarca restablecíó parcialmente el Antiguo Régimen ya que se evoluciónó hacia un reformismo moderado. Destacaron la creación del Consejo de Ministros y Ministerio de Fomento, la elaboración de los primeros Presupuestos Generales del Estado y la implantación de medidas de liberalización económica (Banco Real de San Fernando, Bolsa de Madrid). Estas dieron comienzo a la iniciativa privada, como fábricas siderúrgicas y textiles. Este tipo de gobierno supuso una crisis política permanente al contar con la oposición de los liberales exaltados y de los realistas ultra (apostólicos), que desencadenaron revueltas como la de los “Agraviados” en Cataluña. Toda esta inestabilidad política se vio incrementada por la aparición del carlismo, como consecuencia de la cuestión sucesoria. En 1830 Fernando VII hizo publicar la Pragmática Sanción, derogando la Ley Sálica, para permitir reinar a su hija, la futura Isabel II. Esta decisión desplazaba a su hermano Carlos María Isidro del trono. A la muerte del monarca en 1833, el inicio de la regencia de María Cristina desencadenó la primera guerra carlista, entre los partidarios de Isabel y los de Carlos María de Isidro (absolutistas radicales).

Por otra parte, el reinado de Fernando VII sufríó la emancipación de las colonias españolas en América. Liderada por los criollos, se inspiró en una ideología liberal con rasgos caudillistas y clasistas. Entre sus causas se encuentra el desplazamiento de los criollos de la Administración, la insurrección de la Iglesia americana (cantera de guerrilleros), la debilidad de España, la extensión de ideas ilustradas y el ejemplo de la independencia de Estados Unidos. El proceso de independencia se dividíó en dos etapas. Entre 1808 y 1814, las juntas locales formadas por criollos aprovecharon el vacío de poder en España durante la Guerra de Independencia para declarar su independencia, generándose una Guerra Civil entre los secesionistas y los fieles a la metrópoli. Entre 1815 y 1824, la lucha por sus independencias se organizó por virreinatos: Río de la Plata (Paraguay, Argentina, Chile y Uruguay), bajo el liderazgo de José San Martín; Nueva Granada (Colombia, Venezuela y Ecuador), conducida por Simón Bolívar; Perú (Perú y Bolivia), con Sucre, librándose la batalla de Ayacucho (1824); y Nueva España (México y América Central) de la mano de Agustín de Iturbide. Las consecuencias de la emancipación en España fue la pérdida de un inmenso mercado y de su Gran Imperio, pasando a ser una potencia de segundo orden. Para América, supuso la configuración de nuevos Estados, muchos de los cuales fueron neocolonizados por Inglaterra y Estados Unidos.

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