22 Jun
Escuela de sobreactuaciónVivimos en la era de la exageración. De
hecho, lo que nos mueve a actuar no es la justicia y el bienestar, sino
garantizar que no se nos pueda culpar de nada. Las redes sociales no nos han
hecho más prudentes ni responsables, sino más sobreactuados, porque en ellas
vivimos en permanente socialización y vigilancia, como observados continuamente
encima de un escenario. Ante esta situación, ante las normas y convenciones de
la mayoría, no parece haber resistencia posible. Aparición del públicoLos avances tecnológicos han conseguido
que siempre seamos público y esperemos a conocer el sentir mayoritario para
formarnos el nuestro. La consecuencia natural es que el público se transforma
en clientela y, como tal, cree que siempre tiene la razón. Esto se extrapola
inevitablemente a la política, donde la democracia pasa a estar unida a la
satisfacción del cliente. Y, de igual manera, afecta a las actividades
culturales y artísticas: es el criterio del público el que impone la producción
y condiciona la creación individual. Curiosamente, la llegada de Internet, al
permitir al público un amplio margen de decisión, no hizo más que multiplicar
la distancia entre lo exitoso y lo ignorado. Medir la fiebreAsí, el criterio deportivo, es decir,
el que lo mide todo en términos de competitividad, se ha impuesto también en el
mundo de la cultura, donde se habla de ganadores y perdedores: un lenguaje que
todos entendemos. La consecuencia no es solo que los deportistas sean los reyes
mediáticos, sino que hasta los economistas hablan de países ganadores y
perdedores. De este modo, el sistema finge que cualquiera puede lograr lo que
desea si compite. En el mercado laboral, esto conduce a alabar la figura del
emprendedor triunfante y se menoscaban los derechos de los trabajadores. Y en
la política las encuestas se han convertido en la única ideología: los partidos
que salen malparados reemplazan a sus líderes como si fueran mercancía de
difícil salida
La mayoría no puede equivocarseLas estadísticas no triunfan solo en la
cultura y la política, también lo hacen en los centros educativos, hasta el
punto de que se establece una jerarquía de países en función de sus resultados
en pruebas externas. Sin embargo, este resultadismo falla porque olvida los
condicionantes sociales y económicos de cada alumno para medir su progreso
real. Algo similar sucede con la sanidad pública, frecuentemente medida según
sus listas de espera y la velocidad con que atienden sus médicos, en vez de por
el buen desempeño de su labor. Esta forma de valorarlo todo conduce
inevitablemente al egoísmo, a interpretar las cosas en beneficio propio. Así
ocurre también con el transporte, ámbito en el que el coche particular sigue
prevaleciendo a pesar de los niveles alarmantes de contaminación. El egoísmo como oportunidad de negocioLa última manifestación de la
prevalencia del egoísmo sobre la felicidad colectiva se observa en la economía
colaborativa, que está afectando a la industria hotelera y a la periodística,
al sector del taxi, a los oficios artísticos y hasta a los mercados de
proximidad y los locales comerciales. Paradójicamente, en la era más avanzada
de la comunicación, estamos regresando al sálvese quien pueda, a la jungla
cruel de la selección natural. Las ciudades se convierten así en espacios cada
vez menos sostenibles y las fuerzas laborales se degradan hasta el extremo,
pero la coartada es clara: la comodidad del usuario, la satisfacción del
cliente. El regreso a la placentaLa sociedad de consumo ha empujado al
ser humano a vivir en su propia burbuja de comodidad y a aislarse de lo que les
pasa a los demás. En este contexto, cada vez se valora más el poseer lo que se
quiere y cuando se quiere y a sentirse, de este modo, un triunfador. De hecho,
el ahorro de tiempo se ha convertido en una obsesión: se nos transmite la idea
de que no podemos desperdiciar ni un minuto de nuestra existencia y vivimos
sumergidos en la ansiedad y la impaciencia. Es así como todo se deshumaniza:
desde el sexo hasta las relaciones entre personas, que se convierten en otro
producto de consumo. Al quererse todo aquí y ahora, no es raro que el viaje, el
proceso de las cosas, pierda relevancia y que lo único que importe sea el
destino
Contra el calendario biológicoEl sistema busca exprimir laboralmente
a las mujeres obligándolas a posponer contra natura sus posibles deseos de
maternidad. Con la excusa de la posibilidad de ser madre mediante la gestación
subrogada, se abusa laboralmente de ellas vendiéndoles, además, la idea de que
se trata de una victoria de género. Por otra parte, el aumento de la esperanza
de vida constituye otro problema que el sistema tiene que resolver. Al sostener
que las personas mayores no resultan productivas, se activa el rencor de clase
en los jóvenes, que los ven como una amenaza. En realidad, el dinero de las
pensiones de los mayores podría ser productivo si no estuviera
irremediablemente destinado a las multinacionales de la geriatría, que son las
únicas que se ofrecen para cuidarlos. Una vez más, los esfuerzos colectivos van
a parar a los negocios particulares. El día después del ApocalipsisAnte el discurso
apocalíptico que se repite sin cesar en los mayores, la respuesta natural es la
indiferencia. Así, nadie percibe un peligro real en los síntomas del cambio
climático, por ejemplo. Pero más dañino aún es decirles a los jóvenes que
vivirán peor que sus padres, puesto que de este modo se los desincentiva. Y
unos jóvenes sin ilusión son muy útiles para el sistema: carecerán del vigor
necesario para poner en marcha sus ansias de rebelión y de cambio. Sin embargo,
de ellos tendría que venir la crítica y la perfección del sistema. No futuroEl presente actual no ha colmado las
expectativas que generaba cuando se pensaba en él como futuro. Por ello, se
necesita tener fe en un nuevo futuro, un futuro en el que tengamos un papel
distinto al de mero consumidor y que vaya más allá de las promesas tecnológicas
vacías que apenas aportan nada a la esencia del ser humano. Sin embargo, el
egoísmo imperante, con la excusa de garantizar nuestro derecho a triunfar y a
que nadie nos importune, frustra los deseos de darse a alguien, de compartir y
sentirse pleno.
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