28 Feb
Evolución demográfica y movimientos migratorios en el Siglo XIX. El desarrollo urbano
En Europa, la industrialización y la mejora de las condiciones de vida dio lugar a un nuevo modelo de transición demográfica, caracterizado por altas tasas de natalidad y bajas tasas de mortalidad. En España, sin embargo, el escaso desarrollo industrial dio lugar a un ritmo de crecimiento lento por el cual prevalecíó el régimen demográfico antiguo, caracterizado por una alta tasa de natalidad, pero contrarrestada por una tasa de mortalidad también muy elevada, en especial infantil, lo que limitaba el crecimiento natural de la población.
Las causas de esta elevada mortalidad fueron las crisis de subsistencia, que provocaron hambrunas periódicas debido a factores climatológicos y estructurales, enfermedades endémicas (tuberculosis, sarampión, difteria o escarlatina) motivadas por la deficiente alimentación y pésimas condiciones higiénicas, y epidemias (cólera, tifus o fiebre amarilla). No obstante, Cataluña fue la excepción a estas carácterísticas demográficas. Su despegue industrial desde principios del Siglo XIX, cambió sus parámetros demográficos asemejándose a los países europeos más adelantados. Uno de los procesos que se acentuaron en el Siglo XIX fueron las descompensaciones en la distribución territorial de la población española.
Las ventajas económicas y un mejor acceso a las comunicaciones y al comercio provocaron un desplazamiento continuo de las poblaciones del interior peninsular hacia las áreas costeras, con la excepción de Madrid, que recibíó población de las zonas interiores cercanas. También se incrementaron los flujos migratorios tanto a ultramar (Argentina, Cuba, Venezuela) como del campo hacia las ciudades. La industrialización, aunque lenta, atrajo población hacia las zonas urbanas más industrializadas: Barcelona, Madrid o Bilbao. En 1900, la mayor parte de la población española era rural. Casi el 90% de la población vivía en localidades de menos de 100000 habitantes. Únicamente Madrid y Barcelona estaban en torno al medio millón de habitantes cuando en Europa las grandes capitales superaban ampliamente el millón. La escasa y tardía industrialización española, aplazó el éxodo rural a las ciudades hasta casi finales de siglo. No obstante, el aumento de la población urbana, aunque lento, supuso la transformación espacial de las ciudades, que tuvieron que derribar sus murallas y crear ensanches (crecimiento planificado de las ciudades en las afueras) y barrios burgueses como el Ensanche (Eixample) de Barcelona, o el barrio Salamanca en Madrid al gusto de las nuevas clases dirigentes. Mientras, los suburbios periféricos se llenaban de infraviviendas, viviendas comunales y corralas convertidas en barrios obreros.
Durante el reinado de Isabel II, los gobiernos liberales se propusieron como objetivo transformar la vieja estructura económica de España, de bajo rendimiento heredada del Antiguo Régimen y fomentar el desarrollo de la industria y del comercio iniciando un proceso de Revolución Industrial y de modernización de las comunicaciones, creando nuevas infraestructuras como el ferrocarril.
Sin embargo, la industria textil catalana era la única actividad de importancia, en especial, el sector algodonero, que había reemplazado al lanero y cuyas empresas eran de mediano y pequeño tamaño, por lo que no pudieron competir en el exterior. La explotación minera se acentuó con la aprobación de las Ley de Minas de 1868 que pretendía atraer al capital extranjero, dando facilidades para la adjudicación de concesiones. De esta manera, España se convirtió en proveedora de materias primas sin que llegara a crearse una industria transformadora. Asimismo, la siderurgia trasladada al País Vasco necesitó de carbón de buena calidad del que España carecía, por lo que se abríó el eje Bilbao-Cardiff (Reino Unido), en el que se intercambiaba hierro español por carbón inglés. Además de la escasez de carbón y su mala calidad, se siguieron utilizando fuentes de energía y de tracción tradicionales. Por todo ello, la industrialización española fue muy escasa, ya que en la práctica solo se desarrollaron la industria textil catalana y la siderúrgica en el País Vasco, predominó el capital extranjero, debido a la dependencia española técnica, financiera y energética, junto a una baja capacidad productiva y una debilidad del comercio interno, por la insuficiente demanda nacional. La orografía española complicaba el transporte interior de mercancías y personas, lo que acentuó aún más el subdesarrollo económico. España inició la construcción del ferrocarril con la intención de crear un medio de transporte eficiente y rápido, facilitar los intercambios y animar la creación de industrias. La primera línea construida en la España peninsular fue la de Barcelona-Mataró, seguida tres años después de la de Madrid-Aranjuez. Sin embargo, el auténtico impulso se desencadenó tras aprobarse la Ley General de Ferrocarriles de 1855, que fomentaba la creación de compañías privadas de construcción y explotación. Como consecuencia, se dio un rápido impulso en la construcción de líneas. Sin embargo, fracasó en activar la industria española debido a que las principales concesiones se otorgaron a compañías extranjeras, el diferente ancho de vía español, que limitó las interconexiones con Europa, y la escasa rentabilidad. En el Siglo XIX, España exportaba materias primas e importaba productos industriales y manufacturados. Esta deficiente balanza comercial hizo recurrir a políticas proteccionistas, imponiendo fuertes aranceles o impuestos a los productos procedentes del exterior.
Frente al proteccionismo se posicionaron los librecambistas, que defendían que el Estado debía invertir lo menos posible en la economía. Su influencia se manifestó en la Ley de Ferrocarriles y en la de Minas, con las que se pretendía atraer capital extranjero, y en la reducción de aranceles. La falta de un sistema financiero estable se intentó solucionar con la fundación, en 1872, del Banco Nacional de San Carlos, del Banco de San Fernando (1829) y la Bolsa de Madrid (1831), que sirvieron para financiar la Primera Guerra Carlista. Durante el reinado de Isabel II, se crearon los primeros bancos crediticios privados, los de Isabel II y de Barcelona, cuya función básica era comprar Deuda Pública, fusionados posteriormente creando el Banco de España en 1856. Asimismo, en 1868 el sistema monetario se unificó en la peseta, de origen catalán. Tras el desastre colonial de 1898, se repartieron capitales, fundándose el Banco Hispano Americano (1900), el Banco de Vizcaya (1902) o el Banco Español de Crédito (Banesto, 1902). Todas estas entidades comenzaron a invertir en empresas industriales, impulsando el proceso industrializador.
FUENTE
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