07 Nov

Memorias de un General: Ascenso y Caída en la Revolución

I. El Nombramiento

Sin embargo, quiero dejar bien claro que no nací en un petate, como dice Artajo, ni mi madre fue prostituta, como han insinuado algunos, ni es verdad que nunca haya pisado una escuela, puesto que terminé la Primaria hasta con elogios de los maestros. En cuanto al puesto de Secretario Particular de la Presidencia de la República, me lo ofrecieron en consideración de mis méritos personales, entre los cuales se cuentan mi refinada educación, que siempre causa admiración y envidia, mi honradez a toda prueba, que en ocasiones llegó a acarrearme dificultades con la Policía, mi inteligencia despierta y, sobre todo, mi simpatía personal, que para muchas personas envidiosas resulta insoportable.

Baste apuntar que a los treinta y ocho años, precisamente cuando se apagó mi estrella, ostentando el grado de General Brigadier y el mando del 45° Regimiento de Caballería, disfrutaba yo de las delicias de la paz hogareña, acompañado de mi señora esposa (Matilde) y de la numerosa prole que entre los dos hemos procreado, cuando recibí una carta que guardo hasta la fecha y que decía así:…

(Conviene advertir que todo esto sucedió en el año de 1928 y en una ciudad que, para no entrar en averiguaciones, llamaré Vieyra, capital del Estado del mismo nombre.)

La carta, digo, decía así:

Como se comprenderá, me desprendí inmediatamente de los brazos de mi señora esposa, dije adiós a la prole, dejé la paz hogareña y me dirigí al Casino a festejar.

Le contesté a González telegráficamente lo que siempre se dice en estos casos, que siempre es muy cierto: «En este puesto podré colaborar de una manera más efectiva para alcanzar los fines que persigue la Revolución.»

II. La Batalla de Santa Fe

El primero era que cuando perdimos la batalla de Santa Fe, fue por culpa suya, de González, que debió avanzar con la Brigada de Caballería cuando yo hubiera despejado de tiradores el cerro de Santiago, y no avanzó nunca, porque le dio miedo o porque se le olvidó, y nos pegaron, y me echaron a mí la culpa, pero yo, gran conocedor como soy de los caracteres humanos, sabía que aquel hombre iba a llegar muy lejos, y no dije nada. Pero si el diputado Solís balaceó al coronel Medina fue por una cuestión de celos a la que yo soy ajeno, y si la señorita Eulalia Arozamena saltó por la ventana desnuda, no fue porque yo la empujara, que más bien estaba tratando de detenerla.

De cualquier manera, ni el coronel Medina, ni la señorita Arozamena perdieron la vida, así que la cosa se reduce a un chisme sin importancia de los que he sido objeto y víctima toda mi vida, debido a la envidia que causan mis modales distinguidos y mi refinada educación.

III. El Encuentro con Macedonio Gálvez

Al día siguiente, a las diez de la mañana, abordé el tren de Juárez con destino a la ciudad de México, y después de despojarme de mi fornitura en la que llevaba mi pistola de cacha de nácar y colgarla de un ganchito, ocupé un cómodo asiento en el carro pullman.

En ésas estaba, cuando entró en el vagón, con sombrero tejano y fumando un puro, muy quitado de la pena, como si nadie lo hubiera corrido del país, el general Macedonio Gálvez.

Macedonio es uno de los casos más notables de infortunio militar que he conocido: en la batalla de Buenavista, en el ’17, puso a González a correr como una liebre, y luego anduvo echándoselas y diciéndole a todo el mundo que él había derrotado a González.

Según me contó aquella mañana, había vivido ocho años en Amarillo, Texas, y se había aburrido tanto, y le había ido tan mal, que regresaba a México, aunque fuera nomás para que lo mataran (que era probablemente lo que iba a suceder, porque, como es del dominio público, González acababa de salir electo otra vez).

Luego, me pidió que no le dijera a nadie que lo había visto, porque pretendía viajar de incógnito, y yo le contesté airadamente que me insultaba pidiéndome tal cosa, puesto que siempre me he distinguido por mi carácter bonachón, mi lealtad para con mis amigos y mi generosidad hacia las personas que están en desgracia.

Me levanté de mi asiento, puse la fornitura con la pistola en la canastilla, sobre ella el periódico, me abroché la chaqueta y salimos juntos en dirección del carro-comedor.

(Yo nada le había dicho de mi nombramiento, ya que no me gusta andar fanfarroneando, pues a veces las cosas se desbaratan, como sucedió en aquella ocasión.) Pero sigo adelante: cuando estábamos comiendo, el tren se detuvo en la estación X, que es un pueblo grande, y cuando andaban gritando: «¡Vámonos!», Macedonio se levantó del asiento y dijo que iba al baño, salió del carro-comedor, y yo seguí comiendo.

Ustedes ya se habrán dado cuenta qué fue lo que noté, porque se necesita ser un tarugo como yo para no imaginárselo: que en vez de ir al baño, Macedonio había venido por mi pistola y se había bajado del tren cuando estaba parado.

IV. La Fortuna Me Abandona

Esa noche no pude dormir de la rabia que tenía y cuando amaneció, nunca me imaginé que unas cuantas horas más tarde, mi carrera militar iba a recibir un golpe del que nunca se ha recuperado.

No sé por qué ni cómo fui a dar a la plataforma, con la cara llena de jabón, y desde allí vi un espectáculo que era apropiado para el momento: al pie de una barda estaba una hilera de hombres haciendo sus necesidades fisiológicas.

En este capítulo voy a revelar la manera en que la pérfida y caprichosa Fortuna me asestó el segundo mandoble de ese día, fatídico, por cierto, no sólo para mi carrera militar, sino para mi Patria tan querida, por la que con gusto he pasado tantos sinsabores y desvelos: México.

Al bajar del tren en la estación Colonia, lo primero que hice fue mandar llamar al Jefe de la Estación, quien al ver mi gallardo uniforme y mi actitud decidida y al escuchar la explicación que le di de que estábamos en una Emergencia Nacional, no vaciló en facilitarme el teléfono privado que tenía en su oficina, que fue el medio del que me valí para comunicarme con Germán Trenza, que era entonces mi gran amigo.

Mientras Camila le rizaba los bigotes, me explicó a grandes rasgos la situación: el fallecimiento de González dejaba a la Nación sumida en el caos; así que urgía encontrar entre nosotros, alguien que pudiera ocupar el puesto, garantizando el respeto a los postulados sacrosantos de la Revolución y a las exigencias legítimas de los diferentes partidos políticos.

Subimos en él y mientras viajábamos raudamente rumbo a la casa de González, me dijo: —Otra cosa que debemos exigir a la persona que escojamos para Presidente, Lupe —Germán maniobra su poderoso Packard con gran destreza—, es que respete las promesas que nos hizo el viejo.

Comprendí que aunque yo no tenía la menor ambición política, probablemente mis méritos llegaran a ser reconocidos de una manera oficial, a pesar de la muerte de mi querido jefe, a quien quise como a un padre.

La Columna que había de rendirle los últimos Honores Militares, comandada por el Gordo Artajo y formada con tropas de las tres armas, tenía su vanguardia en las calles de Lisboa y llegaba hasta Peralvillo.

Hasta la fecha no sé cómo pudimos entrar en la casa: nos abrimos paso entre los burócratas, entre los representantes del FUC, del PUC y del MUC, entre el Honorable Cuerpo Diplomático, entre los aspirantes a Ministros de Estado, entre los Ministros de Estado, entre los compañeros de armas del difunto, entre los allegados, entre los parientes, hasta que llegamos junto a la inconsolable viuda, que nos estrechó contra su corazón, como a dos hermanos.

Zenaidita González, la hermana de mi querido y malogrado jefe, nos condujo al Salón Chino, en donde estaba el féretro, a cuyos lados, junto a las velas, hacían guardia en esos momentos, Vidal Sánchez, con levita y banda tricolor en el pecho, el Gordo Artajo en uniforme de gala, Juan Valdivia, que no había tenido tiempo de enlutarse y llevaba un traje de gabardina verde y, por último,…

Entonces, ella me explicó que había dejado el reloj sobre el buró de la recámara y que el único que había entrado en ese lugar (a recoger la espada), había sido Pérez H.

…se robó el reloj de oro que su marido me había legado con sus últimas palabras, estoy dispuesto a jurarlo ante cualquier tribunal: hasta el Divino.

Arrastrado por un impulso generoso de romperle, como se dice vulgarmente, el hocico, al tantas veces mencionado con antelación, di un paso hacia la salida.

O, mejor dicho, la reconocida oficialmente como legítima: doña Soledad Espino de González y Joaquina Aldebarán de González, que también han sido consideradas como viudas del general González, pertenecen a otra clase social muy diferente.

Como suele ocurrir a los que se dedican a la azarosa, aunque gloriosa vida militar, Marcos González había tenido que recurrir a los servicios de varias mujeres y con algunas de ellas había procreado.

Durante el velorio, me explicó entonces la viuda, se habían presentado cuatro enlutadas y cuando menos una docena de vástagos no reconocidos (a los que, por cierto, se atribuyó después la desaparición de la cuchillería y el cristal veneciano), creando una situación muy desagradable, como es fácil de comprender.

Mientras caminaba por los pasillos, de regreso a los salones, cavilando, topé de manos a boca con Vidal Sánchez, que me agarró del brazo y me dijo: —Date una vuelta por Palacio, Lupe, que tengo que hablar contigo.

Volví la cabeza, tratando de dirigir mis miradas a un lugar menos impuro y descubrí a Baltasar Mendieta guardando en su bolsa una figurilla de porcelana.

Desesperado, entré en el Salón Chino e hice un cuarto de hora de guardia, que fue interrumpida por Trenza, que se me acercó con mucho misterio y me dijo al oído: —Los muchachos están en el comedor.

Yo lo seguí hasta el amplio y oscuro comedor de la mansión (copia fiel del existente en el Castillo de Chapultepec), en donde se habían reunido mis antiguos compañeros de armas para saborear las últimas botellas de aquel delicioso coñac que fuera tan apreciado por el General González.

Nos hemos reunido aquí, adustos, expectantes, dolidos, para deliberar la actitud a tomar, la palabra a creer, el camino a seguir, en estos momentos de transición violenta en que la Patria, no recuperada aún del golpe que representa la desaparición de la figura ígnea del general González, contempla un porvenir nebuloso, poblado de fantasmas apocalípticos.

Así siguió por un rato, hasta que acabó cediéndole la palabra al Gordo Artajo, que de todos los allí presentes era el más importante, quizá por ser el más pesado, quizá también, por tener a sus órdenes siete mil hombres, con cuatro regimientos de artillería.

(Tenía un ejemplar de la Constitución en la mano.) —Como todos sabemos —dijo el Gordo sin levantarse de su asiento—, la Constitución de nuestro país establece que cuando el Presidente de la República fallece, el Ministro de Gobernación queda automáticamente investido del cargo.

Artajo se molestó visiblemente y, sin embargo, haciendo gala de caballerosidad, invitó al Camaleón a expresarse con más claridad, lo que éste hizo en los términos siguientes u otros parecidos: —El párrafo de la Constitución en el que sin duda están basadas sus interesantes palabras, mi General, se refiere a la muerte del Presidente en Funciones y el General González era Presidente Electo.

Después de que yo dije esto, es decir, lo de la galería y del apoyo moral y no lo de las tropas, intervino el Camaleón: —Tengamos en cuenta, compañeros, el mal efecto que causará en la opinión pública cualquier intento de anulación del Inciso N.

Todos prorrumpimos en aplausos, ante una actitud tan varonil y Canalejo se puso de pie para proponer lo siguiente: —Que se borre el Inciso N y se agregue un condicillo que diga así: «Cuando muere el Presidente Electo, el Presidente en Funciones es reemplazado, automáticamente, por el Secretario de Gobernación.»

…y «¡Que Valdivia sea nuestro Presidente!», y cuando estábamos más entusiasmados, notamos que este último, es decir, Valdivia, estaba de pie, pidiendo silencio, listo para otro discurso: —

Todos estuvimos de completo acuerdo y quedamos de vernos al día siguiente en el restaurante del Paraíso Terrenal, para comer juntos y decidir las medidas que tomaríamos para obligar a Vidal Sánchez a acceder a nuestras exigencias, que, después de todo, estaban de acuerdo con los elevados postulados de la Revolución Mexicana.

…brindamos repetidas veces, nos estrechamos las manos, nos abrazamos y no faltó quien dijera un discurso.

Todo era alegría en aquel aposento, cuando unos golpes perentorios en la puerta nos volvieron a la triste realidad: el Cortejo Fúnebre estaba a punto de ponerse en marcha, para depositar en su Última Morada al que fuera Jefe de Hombres.

En el capítulo anterior no logré, por consideraciones meramente literarias, de ritmo y espacio, «revelar la manera en que la pérfida y caprichosa Fortuna me asestó el segundo mandoble de ese día», como había prometido en su primer párrafo, pero en este capítulo me propongo cumplir con ese cometido.

Muchos fueron los generales que se pelearon por llevar sobre sus hombros el féretro en que reposaba su antiguo jefe, pero en vista de lo resbaladizo del terreno, se optó por usar para este fin un pelotón del 16° Batallón.

…a pesar de la lluvia y de lo avanzado de la hora, Vidal Sánchez insistió en decir el discurso de despedida que llevaba preparado.

Cuando el general González fue en su auxilio cuando estaba sitiado en El Nopalito, no fue por amistad, sino porque si las fuerzas de la Usurpación se hubieran apoderado de esa localidad, le hubieran cortado su única línea de abastecimiento y cuando después lo nombró sucesor en la Presidencia de la República, no fue por el cariño que le tenía, sino porque no le quedaba más remedio, ya que así lo exigían ciertas consideraciones de Alta Política.

Mientras escuchaba el fárrago con gran paciencia, quiso mi mala suerte que necesitara yo de los servicios de un pañuelo, que introdujera mi mano en el bolsillo de mi guerrera y que sintiera, acompañada de un estremecimiento de rabia, la ausencia de mi pistola de cacha de nácar.

Mis mandíbulas se oprimieron en un rictus al recordar el despojo del que me había hecho víctima el taimado Macedonio Gálvez y mi espíritu se llenó de sentimientos de venganza.

…con su ridícula calva, su bigote afeminado, su asquerosa papada y su cuerpo en forma de pera envuelto en un traje empapado.

Si hubiera tenido la pistola, lo hubiera matado en ese instante, con lo que hubiera hecho un gran servicio a la Nación.

Vagué desesperado buscando la salida (no porque me dé miedo un panteón de noche, sino porque no tenía intenciones de pernoctar en tan incómodo recinto).

Después de despedirme del amable oriental, entré en el hotel y ordené al gerente que me preparara un baño caliente y enviara a mi cuarto una botella de coñac Martell y una opípara cena, pues había decidido protegerme de un resfriado, como preparación para la lucha política que se avecinaba.

Dormí profundamente, después de despachar el baño, la cena y la botella y al día siguiente, como primera providencia, adquirí una Smith & Wesson, para lo que se pudiera ofrecer.

Era una copia certificada (hacía mucho tiempo, por cierto, porque en ese entonces nadie se hubiera atrevido a certificar semejante cosa) de un nombramiento de Coronel de Infantería expedido por la inicua Administración Huertista a nombre de un tal Vidal Sánchez, que, por supuesto, no necesariamente tenía que ser el mismo …

Entonces llegaron Canalejo y Augusto Corona, el Camaleón, que no se podían ver ni en pintura, pero como se habían encontrado en el Sonora-Sinaloa y habían pasado la noche tomando copas y divirtiéndose, venían muy amigables.

Al saber del hallazgo del nombramiento, Canalejo se dio un golpe en la frente, como si recordara algo: —¡Con razón, en la Batalla de Santa Rosa se me rindió cobardemente un coronel que así se llamaba!

Estos tres argumentos: el nombramiento, la rendición y la correspondencia, significaban que teníamos a Vidal Sánchez en nuestras manos y ya veíamos al Gordo Artajo sentado en la Silla Presidencial en calidad de interino.

Este episodio encierra una gran enseñanza: si en esa ocasión hubiéramos contado con varios amigos entre los diputados, otro gallo nos cantara.

Regresamos al salón y nos sentamos alrededor de la mesa, sin hambre, sin sed y sin ganas de hablar.

Nos habían ganado la partida. Habíamos pasado varias horas planeando una batalla que ya estaba perdida.

—Vamos a matar a Vidal Sánchez antes de que termine su periodo, para que Juan sea nuestro presidente —dijo Trenza, que de todos los allí presentes, era el que más méritos tenía en campaña.

Entonces, Valdivia, que había estado callado todo este tiempo, se puso de pie y dijo lo siguiente: —Entre si son peras o son manzanas, compañeros, creo que lo único que podemos hacer por el momento, es visitar al señor Presidente de la República, general Vidal Sánchez y felicitarlo por la rapidez, la legalidad y la manera desinteresada con que ha tomado las medidas necesarias para regularizar la vida política del país.

Ellos me contestaron que si no éramos «nosotros» y me avergonzaba de participar de sus reuniones y no pensaba visitar a Vidal Sánchez, ni arreglarme con Pérez H., no tenía nada que hacer allí y que podía irme mucho a un lugar que mi refinada educación me impide mencionar en estas páginas.

Ante esta actitud tan definitiva, me levanté, me puse mi gorra y mi sobretodo reglamentarios, que estaban colgados de un perchero y salí furioso del Paraíso Terrenal.

Cuando llegué a la administración a pedir la llave de mi cuarto, el encargado me entregó un sobre de luto y un bultito envuelto en papel de estraza.

En mi insomnio llegué al extremo de considerar la posibilidad de disculparme con Pérez H., y hasta preparé una explicación del triste suceso, que dejara a salvo mi honor y, hasta cierto punto, el de la señora de González, Doña Cholita, que, después de todo, era la que me había metido en el aprieto.

…no hubiera robado el reloj de marras, no por eso dejaba de merecer el castigo que yo le había impuesto, ya que toda su vida se distinguió por su conducta inmoral.

En los periódicos leí que mis compañeros habían felicitado al Presidente y que éste había dicho, entre otras cosas, «que México había dejado atrás la etapa de los Caudillos…

Le dije que la razón de mi ausencia había sido un fuerte resfriado, lo cual era casi la verdad, porque si no me enfermé después de la empapada del panteón, fue por milagro.

Con el valor civil que siempre me ha caracterizado, le dije lo siguiente: —Ese individuo no tiene energía bastante (con otras palabras) ni es simpático, ni tiene méritos en campaña.

Él siguió su perorata: —Para alcanzar este fin —es decir, el gobierno revolucionario— debemos estar unidos y nadie se une en torno a una figura enérgica, como tú, como yo, como González;

Poco después me enteré de que mis antiguos compañeros y ahora enemigos, que tenían mando de tropas, es decir, Germán Trenza, Artajo, Canalejo y el Camaleón, habían sido destituidos o trasladados al otro extremo del país: Artajo a Chiapas, en donde no había tropas, Trenza a Quintana Roo, en donde no había ni gente, Canalejo a Puruándiro, en donde no conocía a nadie y el Camaleón a Pochutla, en donde los habitantes mataban a montones.

Una semana después llegó a Vieyra, junto con la notificación de mi ascenso a general de brigada, el nombramiento de Jefe de la Zona Militar de Vieyra, que me valió la enemistad absoluta y perpetua de Cenón Hurtado, con el que tantas dificultades había yo de tener en el futuro.

La razón de estas dificultades fue que, contra lo que se acostumbra hacer en esos casos, que es mandar al Jefe destituido lo más lejos posible del teatro de sus antiguas operaciones, dejaron a Cenón a mis órdenes y me «recomendaron» que lo nombrara Jefe del Estado Mayor de la Zona.

Durante los tres primeros meses de mi gestión (que yo contaba que duraría tan sólo cinco, puesto que sabía que apenas tomara posesión Pérez H. me destituiría de la manera más humillante posible), todo salió a pedir de boca: ordené que se pintara el cuartel del 26° Batallón, destituí al mayor Bermúdez por sus malos manejos y corrí a las soldaderas que habían convertido en un verdadero mercado al Cuartel de Las Puchas.

Pues bien, las investigaciones llevadas a cabo por Don Ramón Gutiérrez, que era el jefe de la Policía Secreta, indicaron que la propaganda católica se imprimía en los Talleres Gráficos del Estado y se almacenaba en la bodega de una tienda de abarrotes llamada El Puerto de Vigo, que era propiedad de Don Agustín Pereira, un español.

Con una compañía de infantería, hicimos varias aprehensiones en los talleres y, habiendo dejado a los detenidos a buen recaudo, me dirigí en mi automóvil, con Don Ramón y un asistente, al Puerto de Vigo, que estaba rodeado por otra compañía de infantería.

Cuando llegamos a las cercanías del lugar, vino el capitán Zarazúa a decirme que el propietario de la tienda no los dejaba entrar en la bodega porque no llevaban orden de allanamiento.

Lo único que hice fue conminar perentoriamente al alienado hispano, que, en vez de obedecerme, empujó una enorme jarra de vidrio repleta de chiles en vinagre que estaba sobre el mostrador, haciéndola volcarse, despedazarse en el piso y bañarnos con sus contenidos a Don Ramón, al capitán y a mí.

Si Don Agustín Pereira hubiera sido mexicano, nadie hubiera dicho nada, pero como era español, se armó un escándalo terrible, a pesar de que después encontramos, en efecto, la propaganda de marras, que había sido impresa en papel que era propiedad del Estado, con tinta del Estado y en las prensas del Estado.

La Zona Militar de Vieyra, que desde hacía muchos años había sido un modelo de calma, gracias, entre otras cosas, a la mano de hierro que habíamos tenido los que en ella operábamos, se convirtió de pronto en un verdadero infierno.

A las operaciones simultáneas, aunque no combinadas, que habían llevado a cabo mis colegas de la vecindad y de las cuales no se me había notificado nada.

Al ver mi patria chica infestada de fanáticos rufianes, preparé, ni tardo ni perezoso, en combinación con mi Estado Mayor, formado por Cenón Hurtado y los capitanes Benítez y Fuentes, un plan de acción para aniquilarlos.

La ejecución de la primera parte de este plan, que consistía en una serie de movimientos preliminares (ataques y retiradas, etc.), salió a pedir de boca, y logramos concentrar a los insurrectos en la región de San Mateo Milpalta.

La segunda parte del plan consistía en efectuar un ataque frontal con nuestros dos batallones de infantería y un movimiento envolvente con los tres regimientos de caballería.

Ahora bien, la ejecución de este plan requería la participación de hasta el último de nuestros hombres e implicaba desguarnecer por completo el resto del Estado.

Es decir, de si mandarme o no mandarme los refuerzos que yo le había pedido. Por el momento la interpreté como una orden de ponerme en marcha y un aviso de que él se encargaría de lo demás; es decir, de protegerme la retaguardia.

Dejando la capital del Estado con una guarnición de dieciséis gendarmes y cuatro soldados enfermos, al mando de Don Ramón Gutiérrez, me puse en movimiento con todos mis efectivos, rumbo a San Mateo Milpalta, que estaba a dos días de marcha.

Como no contábamos con equipo de transmisiones, decidimos no establecer cuartel general y, al llegar al Huarache, nos separamos en dos columnas: Cenón tomó el mando de la infantería y yo el de la caballería, quedando de acuerdo en que él comenzaría su ataque frontal el fatídico 18 de enero de 1929 a las ocho de la mañana, hora y fecha en que yo debería tener tomadas posiciones en las alturas que dominan la Cañada de los Compadres, por donde creíamos que se retiraría el enemigo.

Después de un día de marchas forzadas, llegamos al lugar previsto y tomamos posiciones, dejando un regimiento de reserva, para efectuar una persecución en caso de que algunos escaparan por otra parte.

Cuando amaneció el 18, ordené a mis hombres que tomaran sus puestos de combate y, cuando todo estaba preparado para aniquilar a los cristeros, llegaron, en vez de éstos, el capitán Fuentes, que estaba agregado a las fuerzas de Cenón Hurtado y Don Ramón Gutiérrez, para avisarme que una gavilla de cristeros había entrado en Vieyra como Pedro por su casa y se había apoderado nada menos que del Señor Gobernador, don Virgilio Gómez Urquiza.

Tuvimos que entrar en parlamentos con los desgraciados cristeros, que eran unos ignorantes del arte de la guerra y que, sin embargo, tenían el sartén por el mango.

Don Virgilio, el Gobernador, estaba muy bravo, protestando por mi inexperiencia, pero Vidal lo mandó llamar y le calló la boca.

Yo me arrepentí de no haber llevado a cabo mi operación como estaba planeada y dejado que los cristeros hicieran con él lo que les hubiera dado la gana.

Para apoyar la candidatura de Juan Valdivia, se formaron dos partidos: el PRIR (Partido Reivindicador de los Ideales Revolucionarios), presidido por el Gordo Artajo y el PIIPR (Partido de Intelectuales Indefensos Pero Revolucionarios), presidido por el famoso escritor y licenciado (y también general de división) Giovanni Pittorelli, que, a pesar de su nombre, era mexicano por los cuatro costados.

Decía así: «Preséntese en esta Capital para participar en la Reunión de Jefes de Zona Militar, que se llevará a cabo los días (aquí decía la fecha), con objeto de fijar las directivas de las operaciones militares durante las próximas elecciones.»

Hice por enésima vez el viaje a la Capital de la República, sin darme cuenta de que, como todos los anteriores, sería otro paso en mi acelerada trayectoria hacia la catástrofe.

Aunque por un momento pretendí no reconocerlos, ellos abrieron los brazos y entonces comprendí que el compañerismo puede más que ninguna de las bajas pasiones que se agitan en el pecho de los militares.

—La función del Instituto Armado consiste en velar por el cumplimiento de la voluntad de los ciudadanos, y en garantizar la libre expresión de la misma —nos dijo Vidal Sánchez muy serio, en la Reunión famosa, contradiciendo todo lo que me había dicho de «¿quién quiere elecciones libres?»

—Esto que estoy diciendo no es una orden —siempre era lo mismo: decía «queda terminantemente prohibido», y después «no es una orden»—, sino vía consulta.

De esta manera, el Partido contaría, en apariencia, con dos oradores admirables (Horacio y Juan Valdivia) y, en la realidad, con veinte mil hombres perfectamente armados y equipados.

Organizamos una delegación del Partido por medio de Filemón Gutiérrez, que era un muchacho muy hábil (hijo de Don Ramón, por cierto) y, con los fondos proporcionados por un rico hacendado que le tenía ganas a la gubernatura del Estado, hicimos una gigantesca manifestación para celebrar la llegada de nuestro candidato, que andaba en su gira política.

Juan Valdivia llegó a Vieyra el 23 de abril y en la estación echó un discurso elocuentísimo, prometiéndoles a todos sus simpatizadores Reforma Agraria y Persecución Religiosa, lo que nos costó perder el apoyo del antes mencionado hacendado.

El populacho, en cambio, que habíamos llevado allí con muchos trabajos, pagándoles a dos pesos por cabeza, se mostró encantado y casi tuvimos un motín cuando Juan dijo: «Todavía quedan muchas alhóndigas por quemar.»

En esos días, precisamente, mientras Juan andaba en el Estado visitando pueblos, recibí de Guerra la notificación siguiente: «Se hace del conocimiento de todos los Jefes, Oficiales y Tropa del Ejército Nacional, que el Ciudadano General de División Melitón Anguiano se hará cargo de esta Dependencia, en sustitución del Ciudadano General de División Vidal Sánchez, que renuncia a su cargo para dedicarse a la actividad política.»

La noticia fue un mazazo para mí: no sólo quedaba en veremos otra vez mi puesto, porque había que renunciar, como se acostumbraba en esos casos, sino que había que contar en el campo político con un posible contrincante mucho más temible que Gregorio Meléndez.

Yo, que seguía sin saber qué hacer de mi renuncia, consulté telegráficamente con Germán Trenza, que me contestó en estos u otros términos semejantes: «No renuncies, déjalos que nos corran si se atreven.»

Él se quitó el sombrero y se rascó la cabeza, y me explicó que le habían prometido hacer todo lo posible porque saliera electo Presidente Municipal de Ciudad Gárrulo Cueto, que era su tierra natal.

Estuvimos discutiendo bastante rato y llegamos a las siguientes conclusiones: para abrir boca nos dejaríamos ir sobre Vidal Sánchez, pidiéndole tres Ministerios, incluyendo el de Guerra, seis zonas militares y ocho gubernaturas.

«en principio», y después llevaríamos a cabo la siguiente maniobra: por medio de Maximiliano Cepeda, que era un individuo ruin y sin escrúpulos, desprovisto de toda virtud cívica y hasta varonil, y que, sin embargo, gozaba de un gran prestigio de luchador incansable e íntegro, pensábamos formar de trasmano un Partido Villano, que tendría la función de lanzar la candidatura del Chícharo Hernández, que era, como quien dice, el Padre de la Política Obrera.

Los partidos socialistas, es decir, el MFRU, el CRPT y el SPQR, se verían obligados a salir del PU para apoyarla y, de esta manera, quedarían automáticamente eliminados, porque huelga decir que el Chícharo Hernández no tenía la menor probabilidad de salir electo presidente, ya que contaba con el veto tácito de los Estados Unidos por su actitud radical.

La campaña de Valdivia se llevó a cabo sin ningún tropiezo, y con tanto éxito, que llegamos a arrepentirnos de haber entrado en contubernio con tanta gente inicua y tan mala revolucionaria.

En Sayula, «las fuerzas vivas», pagadas a precio de oro por Macario Rosas, habían desenganchado el vagón en que viajaba nuestro candidato y lo habían empujado tres kilómetros hasta la estación;

Por su culpa asesinaron en Tabasco a dos individuos de quienes se sospechaba, infundadamente, por cierto, que eran sacerdotes católicos, mientras que en Moroleón, en donde dijo un discurso catolizante, lincharon a un pastor metodista.

De común acuerdo y para «tantear los sentimientos de Melitón», como dijo el Gordo Artajo, decidimos que los tres Jefes de Zona, es decir, él (Artajo), Trenza y yo, pediríamos una dotación extra de tres mil cartuchos por soldado, para efectuar «algunas operaciones de limpia».

En parte, porque en mi zona no había nada que limpiar y, en parte, también, porque me daba cuenta de que si esto llegaba a sus oídos, Pérez H., con el que afortunadamente no había tenido que cruzarme todavía, iba a poner el grito en el cielo.

¡Cuál no sería mi sorpresa cuando recibí, con gran premura, los cinco millones de cartuchos de marras!

Yo no quería creer en tan buena fortuna y llegué a sospechar que probablemente serían defectuosos, pero estuve probándolos con el capitán Benítez y resultaron magníficos.

Para entusiasmar más a sus partidarios y para atar los cabos que pudieran quedar sueltos antes de la fusión de los partidos, Juan Valdivia decidió rematar su campaña con un elegante banquete al que asistirían todas las personalidades políticas, sociales, económicas, diplomáticas y militares del país.

Nosotros, es decir, mis compañeros y yo, llegamos desde la noche anterior, con el objeto de ponernos de acuerdo en algunos puntos de nuestro programa del día siguiente.

En el interior de la casa había un gran tumulto: escaleras por todos lados, un ir y venir de muebles y un entrar y salir de comestibles.

Clarita, la esposa de Juan, que estaba dirigiendo todo este movimiento en el hall, nos dijo que su marido estaba jugando billar.

Él, Valdivia, me explicó, con muchos argumentos, que por «la seguridad del Partido», era necesario contar con el apoyo del Presidente Interino y que, para conseguirlo, se necesitaba que yo hiciera las paces con él.

Después estuvimos discutiendo lo que cada quien iba a decir y hacer al día siguiente y luego nuestro programa político, que consistía en una campaña de difamación de los partidos socialistas.

Me acosté un rato a descansar, pero no pude conciliar el sueño, porque cuando se me estaban cerrando los ojos, empezó el barullo de los zapadores, que hacían no sé qué reparaciones.

Para estas horas, la rosaleda estaba completamente destrozada y el foro listo, el humo de quince barbacoas inundaba la casa y hacía el aire irrespirable.

Cuando me hube repuesto, Clarita, que siempre fue una perfecta ama de casa, me saludó y me condujo hasta una mesa en donde estaba Augusto Corona, el Camaleón, comiendo unos chicharrones en salsa verde, mientras su asistente le daba brillo a sus botas.


Por mi mente pasó, como una exhalación, la ima- gen del malogrado general Serrano, que apenas dos años antes había sido fusilado en esa misma carretera, cuando precisamente más seguro se sentía de llegar a la Presidencia de la República.
—Es natural —dijo Canalejo, que en ese momento se reunió con nosotros—, de alguna manera tienen que proteger a tanta gente importante que viene al banquete.
Se oyó un griterío llamando al «cabo de guardia» y cuando éste abrió la rejilla, resultó ser afortunadamente nada menos que El Patotas, que había servido a mis órdenes durante muchos años.
A ninguno le quedó la menor duda de que estábamos en una ratonera y de que si queríamos seguir con vida, lo mejor sería romper el sitio,
«, porque alarmados estábamos todos, empezando por él, que fue el que tuvo la idea de que nos disfrazáramos y hasta se puso un sombrero de petate, y se hubiera puesto el overol del jardinero, si hubiera cabido en él.
Las personas a quienes he relatado este episodio, siempre me dicen que por qué nos asustamos tanto en ese momento, sin darse cuenta de que el que se mete en política debe estar preparado para lo peor.
Sin embargo, en esos momentos, nadie le dio importancia a lo dicho, y nos contentamos con explicarle que las cosas no estaban tan perdidas como para dejar la mesa puesta e irnos a la frontera corriendo, como conejos.
Sacamos tres automóviles por la puerta trasera, que daba a un callejón, y los asistentes estaban subiendo las maletas, cuando sonó el teléfono.
Por  más  que  les  dije  que  la  reparación  del  teléfono  no  explicaba  satisfactoriamente la presencia de las tropas en la carretera, ni la ausencia de Pérez H., ni la desaparición de Pittorelli, fui objeto de escarnio.
Yo le pedía a Dios que no llegara el antes mencionado, en parte porque no quería verle la cara y en parte también porque no quería que mis compañeros se burlaran de mí, A
Juan Valdivia le pareció de muy mal gusto tomar bebidas alcohólicas ante el representante de un país en donde imperaba la Ley Seca y a una orden suya, los mozos ocultaron las setenta y dos cajas de aperitivos, cordiales, espumosos, digestivos y estimulantes que estaban destinados al consumo de los invitados.
Nos reunimos en la sala de billar y empezaron otra vez las discusiones: que si nos vamos, que si nos quedamos, que para dónde nos vamos, que si las tropas en la carretera, pero Valdivia ya no dijo nada de irnos a la frontera.
El viaje fue infernal, porque el camino era muy malo, pero no encontramos un soldado hasta Yautepec y el que encontramos allí estaba paseando unos caballos y nomás nos miró pasar.
Ese   día   salieron   nuestras   fotos   en  los   periódicos   y  una   noticia,   completamente equivocada,  que decía: «CONFABULACIÓN DE GENERALES.
Mientras leía esta noticia, cómodamente instalado entre los bultos del correo, fui comprendiendo que nuestra oportuna huida había frustrado uno de los planes más diabólicos que se hayan forjado en la ya de por sí bastante turbia política mexicana.
Y esta confesión la hizo nada menos que dos días antes de que se fundieran los partidos y se eligiera el candidato único del Partido Único, cuando que era un dato suficiente no sólo para quemar un candidato, sino para meter en la cárcel a una buena media docena de personas que precisamente estaban ese día juntas en el banquete de Juan Valdivia.
Toda esta coincidencia, más los tres mil cartuchos por soldado que nos acababan de entregar, de ribete, era, huelga decirlo, fruto de la perversa mente de Vidal Sánchez, que en esos momentos ha de haber estado dándose topes contra una pared porque nos habíamos escapado de entre sus garras.
Melitón Anguiano había telegrafiado a Cenón Hurtado ordenándole que se hiciera cargo de la Zona y que me apresara si me aparecía por allí, pero cuando entré en mi despacho y me lo encontré muy sentado frente a mi escritorio, lo único que atinó hacer fue levantarse y ponerse a
Este acto no fue de derrotismo, sino de precaución, porque aunque es bien sabido que los familiares de los revolucionarios muy rara vez han sufrido represalias, no quería que en el porvenir se dijera, «una excepción es lo que le sucedió al general Arroyo».
Mi misión consistía en apoderarme de Apapátaro, capital del Estado del mismo nombre, y luego, de ser posible, de Cuévano, el famoso centro ferroviario en donde pensábamos que nos íbamos a reunir todos: Artajo, que venía de Sonora;
.con el despotismo que siempre me caracterizó», como insinuó Cenón Hurtado durante el Consejo de Guerra que se me formó, más tarde, apresar a Don Virgilio Gómez Urquiza, el Gobernador del Estado, a Don Celestino Maguncia, que era gerente del Banco de Vieyra, y a cuatro de los miembros más fuertes de la Unión de Cosecheros y de exigirles seiscientos mil pesos de rescate, so pena de pasarlos por las armas, si esta cantidad no era entregada transcurridas veinticuatro horas.
Ella se alzó el velo (porque traía sombrero y todo) y entonces me di cuenta de que quería tanto a su marido que estaba dispuesta a entregárseme con tal de que lo soltara.
Me la quedé mirando y pensé para mis adentros: «esta mujer no vale seiscientos mil pesos en ningún lado», pero no le dije nada.
Cuando  se  dio  cuenta  de  que  no  había  esperanzas  por  ese  lado,  decidió  hablarme  con franqueza: —Mire, general, yo sé que usted es un hombre de razón: comprenda que si mete usted en la cárcel a seis y les exige un rescate global, los familiares van a querer que pague el que parece más rico, que es mi marido.
Como habíamos tenido muy buen ojo y habíamos escogido seis gallones de veras ricos, al día siguiente teníamos el rescate de todos, menos de Don Virgilio, cuyo único capital eran los fondos del Estado, que ya estaban en nuestro poder.
No podían estar muy lejos, porque habíamos capturado los dos trenes que habíamos pasado en esos días, pero como no teníamos tiempo de andar buscándolos, decidimos irnos sobre el famoso Padre Jorgito, que a pesar de tantas persecuciones, seguía ejerciendo su oficio en el Santuario de Guadalupe.
Lo metimos en el cuartel de las Puchas, con la intención de pedir cincuenta mil pesos de rescate, pero cuando apenas estaban cerrando la puerta del calabozo, apareció una manifestación de ratas de sacristía que venían a protestar por lo que ellas llamaban «una arbitrariedad».
No queriendo enemistarme con la masa de la población, ordené que se hiciera una carga de caballería (simulada) para disolver el evento, que se pusiera en libertad al Padre Jorgito y que se pasara por las armas a su sacristán, para que quedara bien claro que no éramos tan blanditos.
Mientras ocurrían todos estos fenómenos en el campo de las finanzas, el capitán Benítez, que era mi jefe de técnicos y un hombre muy ingenioso, se ocupó de construir un carro blindado, usando para este fin una góndola vieja de la American Smelting, los restos de un carro tanque, el cañón de 75  que era nuestra única pieza de artillería (sólo teníamos 42 proyectiles) y  dos
El segundo tren, que venía un kilómetro después, transportaba el 12° Batallón al mando de Cenón Hurtado, y el tercero, con el mismo intervalo de un kilómetro, estaba al mando del coronel Pacheco y traía el resto de nuestros efectivos.
—La molestaremos lo menos posible —le dije—, pero ten en cuenta que venimos, como quien dice, a la buena de Dios y que de algún lado necesitamos sacar los medios para movernos.
Esa noche nos dieron un baile, y al día siguiente metimos en la cárcel a cincuenta ricos, incluyendo al Señor Gobernador, al Presidente Municipal, y a dos diputados locales.
Mucho se me criticó después porque no puse en libertad a estos prisioneros cuando se me entregó el rescate que pedí por ellos, pero quiero aclarar que ese rescate lo pedí, no para soltarlos, sino para no fusilarlos.
Por otra parte, estos ricos que metí en la cárcel de Apapátaro, eran ricos mexicanos, que constituyen una raza maldita y que debieron ser pasados por las armas, todos, desde los tiempos del Cura Hidalgo.
Decidí pasar revista a mis tropas que con el batallón y los dos escuadrones de caballería que tenía Vardomiano ya pasaban de los dos mil quinientos hombres.
En esto se nos fueron tres días y en esto, también, estábamos, cuando bajó de la sierra el conocido cristero Heraclio Cepeda, con sus hombres, que quería ponerse a mis órdenes, «porque él también estaba en contra de la opresión», me dijo.
Vardomiano y Cenón querían que le jugáramos una mala pasada y que lo desarmáramos, pero yo preferí aceptar sus servicios y lo mandé a revolucionar en el Estado de Guatáparo, en donde por seis años trajo a salto de mata a mi compadre, Maximino Rosas, que era el Jefe de la Zona Militar.
El día 7 de agosto todo estaba preparado para seguir nuestro avance hacia Cuévano, que pensábamos iniciar al día siguiente, cuando a las diez de la mañana, apareció uno de los Curtiss de la Fuerza Aérea, que después de darle muchas vueltas a la población y cuando ya creíamos que iba a empezar a bombardearnos, aterrizó en los llanos de la Verónica.
Cuando llegué al lugar del aterrizaje, me encontré con que el aparato ya estaba rodeado de la chiquillería y  de  muchos  perros  que  ladraban y  que de  él  habían bajado nada  menos  que Anastasio Rodríguez y el héroe de la aviación, Juan Paredes.
Nos abrazamos con mucho gusto y después de dejar un piquete resguardando el avión, nos dirigimos al Hotel México, en donde yo había establecido mi cuartel general.
—Los  periódicos  dicen  que Artajo  tomó  Culiacán  —me  dijo Anastasio,  pero  como  no teníamos comunicaciones, no podíamos saber si era cierto o nomás rumores.
Montamos el avión en una de las plataformas que habíamos encontrado y empezamos el viaje a las ocho de la noche, con todos los efectivos, menos un batallón y los voluntarios, que dejamos en Apapátaro al mando de Cenón Hurtado.
Cuando la vía estuvo reparada, seguimos nuestro camino y a las 4 de la mañana, cuando llegamos al Chico, empezamos a oír la balacera que tenían trabada nuestra caballería y las avanzadas del enemigo.
En vez del fuego mortífero que esperábamos, nos encontramos con un batallón que estaba protegiendo la artillería, que cambiaba de posición para hacerle frente a Benítez y que casi chocó con nosotros en la oscuridad.
Con tan buena suerte, que los nidos de ametralladoras estaban del otro lado del cerro, esperando un ataque de Germán Trenza y cuando los que las manejaban estaban cambiándolas de posición, les caímos encima y los capturamos.
Luego Pacheco y yo seguimos rumbo a la cumbre, donde estaba la artillería, dejando a Vardomiano que nos protegiera la retaguardia, íbamos avanzando, con mucho tiento, esperando que se nos viniera el mundo encima de un momento a otro, cuando oímos el estruendo de las mulas, que venían a la carrera, pendiente abajo, tirando de las piezas, o más bien huyendo de ellas.
Cuando todo estuvo tranquilo de mi lado, ordené a Benítez que dejara de bombardearnos y hasta entonces me di cuenta de que por el lado oriental de Cuévano sonaba una terrible balacera.
Cuando regresó Pacheco, se supo que ése había sido un combate entre dos unidades de las fuerzas de Macario, que evolucionando en la oscuridad se habían encontrado y confundido con el enemigo, es decir, con nosotros.
Éramos dueños de un gran centro ferroviario, «la llave de la Mesa Central», como se le llama en los libros de geografía, de una ciudad de cien mil habitantes, y estábamos a setecientos kilómetros de México nada más.
Hubo saqueo y para las ocho de la noche ya habíamos fusilado a seis personas por diferentes crímenes, con lo que se restableció el orden y la ciudad quedó sometida a la Ley Marcial.
Al día siguiente, Trenza, como jefe de la ocupación, emitió un decreto decomisando todos los víveres que había en la plaza y los valores que había en los bancos, además de tomar veinte rehenes de las mejores familias, por lo que se pudiera ofrecer.
Esa tarde llegaron Valdivia, Ramírez y Horacio Flores, en los otros dos Curtiss de la Fuerza Aérea, con un tambache de proclamas y de manifiestos políticos, que habían impreso en Tampico y que se pegaron en las esquinas, pero que nadie leyó, porque la gente estaba muy asustada y no salía de sus casas.
Una vez investido de este importante cargo, se levantó y nos dijo—: No quiero dar un paso adelante sin abrir una puerta en la frontera.
Vamos  a  atacarlo  y  si  nos  gana,  es  que  no  teníamos  fuerza suficiente, y si no, es que sí.
—No  quiero  dar  un  paso  adelante  sin  las  fuerzas  de  Artajo  —dijo  Valdivia,  nuestro Comandante en Jefe, que lo que quería, evidentemente, era quedarse en Cuévano.
Nos pareció muy fácil ir al Norte, tomar Pacotas, regresar a Cuévano y ya con Artajo y sus siete mil hombres y sus cuatro regimientos de artillería, lanzarnos sobre Macedonio, que iba a estar esperando con los brazos cruzados, a que nos diera la gana hacerlo pedazos.
Hicimos el viaje sin ningún percance y establecimos nuestras líneas en el kilómetro quince (Pacotas  era  el  cero),  en  donde  se  nos  reunió  Canalejo,  que  venía  con  sus  tropas  muy desanimadas, por el fiasco de Laredo.
Cuando estábamos discutiendo el plan de campaña en el tren en donde habíamos establecido el Cuartel General de la Fuerza Expedicionaria del Norte, nos avisaron que en un automóvil con bandera norteamericana había llegado Mister Robertson, que era el cónsul en Pacotas, y que quería hablar con nosotros.
Por toda respuesta, el americano nos enseñó una carta del Departamento de Estado que, según el capitán Sánchez, que sabía inglés, decía efectivamente que nos declararían la guerra si se nos iba una sola bala.
La vía estaba en un declive que terminaba en la estación a Pacotas y calculábamos que el vehículo llegaría con suficiente ímpetu, para meterse en la casa del Jefe de la Estación y volar en pedazos al coronel Medina y todos sus efectivos, sin causar ningún estropicio en las propiedades norteamericanas.
Entre que conseguimos la dinamita y Benítez preparó los detonadores, se nos fue la noche y cuando ya estaba despuntando el día, trajeron una locomotora que tenían preparada y con mucho cuidado la pegamos al «Zirahuén».
Cuando di la orden de ponernos en marcha, el convoy empezó a moverse muy lentamente y después, con más velocidad, hasta el lugar en donde empieza la cuesta, que es cerca del kilómetro 10, luego vino la ascensión.
Al llegar a la cima, detuvimos la locomotora, soltamos el vagón y lo empujamos a mano unos metros, hasta que comenzó a deslizarse cuesta abajo.
Todo estaba preparado para acometer la «acción relámpago» que habíamos planeado y que hubiéramos llevado a cabo si los americanos nos hubieran dado permiso.
—En primer lugar, si la máquina va andando, corremos el riesgo de que se siga de frente hasta el lado americano y en segundo, no quiero desperdiciar una máquina, porque no tenemos tantas —le dije.
Las noticias que se recibían de los dos cuerpos expedicionarios eran inconclusas, porque ni Augusto Corona, el Camaleón, encontraba a Artajo, ni nosotros tomábamos Pacotas, y, en cambio, se sabía a ciencia cierta que la columna de Macedonio Gálvez había salido ya de Irapuato para atacar a las fuerzas reivindicadoras.
Ahora bien, según mi experiencia, las deserciones nunca empiezan porque  las  noticias sean  inconclusas y  el  peligro  inminente si  estas  circunstancias no  van
(Cuando digo jugada me refiero a la reunión de varias personas con el objeto de dedicarse a los juegos de azar.) Y en ésas estaban, a la juegue y juegue, Anastasio Rodríguez, Juan Valdivia, Horacio Flores y algunos oficiales, en un carro comedor, cuando de buenas a primeras y sin decir agua va, les avientan una rociada de balas que rompió los vidrios y los hizo meterse debajo de las mesas.
De allí no atinaron a levantarse más que para ordenarle al maquinista de una locomotora que pasaba arrastrando dos jaulas con un cargamento de marihuanos, que los enganchara y se los llevara para el Norte.
Todo  esto  lo  oímos, Trenza  y  yo,  de  boca  de  Juan Valdivia, sin  excusa  y  sin  siquiera imaginarse que la necesitaba.
Hasta la fecha no se ha sabido quién hizo esa descarga, ni por qué razón, porque de todos los que estaban allí, a ninguno se le ocurrió (o si se le ocurrió no tuvo los tamaños suficientes para hacerlo), bajarse y averiguar cuál era la situación y si se podía dominar.
Los  que  dispararon  esa descarga, ganaron la batalla más barata de la historia y nosotros perdimos seis mil hombres en una noche, la rica y populosa ciudad de Cuévano, y la de Apapátaro, porque Cenón Hurtado hizo al día siguiente una proclama diciendo que él estaba con Pérez H.
Nosotros, en cambio, Trenza y yo, sólo recibimos esa noche a un general incompetente y sin ejército, que lo único que salvó de lo que nosotros habíamos conquistado a sangre y fuego, fue su pellejo, que de nada nos servía y que de lo único que teníamos ganas en ese momento era de agujerearlo, porque nadie se mereció tanto juicio sumario y fusilamiento.
mal, suspender el asalto a Pacotas y abandonar la frontera, porque ése hubiera sido el momento de haberla cruzado y pedir asilo político en los Estados Unidos, mal también, retirarnos rumbo a Ciudad Rodríguez, que era un centro ferroviario perdido en el desierto, porque si bien es verdad que allí nos encontró el Camaleón y nos hubiera encontrado el Gordo Artajo, si nos hubiera buscado, también es cierto, que a fin de mes, allí estábamos sitiados y esperando a que por cada una de las cuatro vías que convergían en ese lugar, llegara un ejército a despedazarnos.
«, porque si hubiera abrigado alguna intención deshonorable hacia la antes mencionada dama, no hubiera necesitado de la brigada, ni de ningún pretexto, ya que con ella me liga hasta la fecha una amistad entrañable y me hubiera bastado la más leve indicación para conseguir lo que mi capricho hubiera dictado.
Pues el caso es que allí estábamos Odilón Rendón, Anastasio y yo, como Aníbal en Capua, jugando póker día y noche con Ellen Goo, cuando el 25 de agosto a las doce del día vinieron a avisarnos  que  acababan  de  divisar  las  avanzadas  de  Macedonio.
 Comprendiendo  que  la inactividad había terminado y que se acercaba el momento culminante de la campaña, nos levantamos de la mesa de juego y fuimos al puesto de observación.
En efecto, pudimos distinguir una fuerza de caballería de unos cuatro escuadrones que avanzaba a lo largo de la vía del ferrocarril que conecta Cuévano con Ciudad Rodríguez.
Después de dar las órdenes pertinentes, regresé a la hacienda y cuando hacía yo girar la manija del teléfono, los clarines ya estaban tocando a zafarrancho de combate.
Teníamos que habérnoslas con un enemigo muy superior a nosotros en número y en material y sabíamos que sólo podríamos vencerlo actuando rápidamente y atacándolo antes de que tuviera tiempo de concentrarse y tomar posiciones.
—Atácalos con la caballería —me dijo Trenza cuando le di esta última noticia, y me prometió embarcar a la tropa en nuestros trenes y venir a apoyarme lo antes posible.
Esta conversación fue la causa de que dos horas más tarde atacara yo a las fuerzas de Macedonio Gálvez en el punto denominado Las Vacas y de que, al no aparecer Trenza con la infantería, como lo había prometido, me viera yo obligado a retirarme con fuertes pérdidas.
Es cierto que me retiré con bastante prisa hasta Santa Ana, es cierto que tuvimos más de cien bajas entre muertos,  heridos,  prisioneros  y  desertores,  es  cierto  también  que.
Después de la retirada, cuando estábamos tomando posiciones defensivas en Santa Ana, por si se les ocurría venir en nuestra persecución, llegó Germán Trenza en un automóvil que venía levantando una polvareda.
Cuando nos serenamos, nos dimos cuenta de que había ocurrido algo verdaderamente inaudito: después de que gracias a nuestra conversación telefónica,  habíamos  quedado  de  acuerdo  en  que  Trenza  saldría  a  atacar  a  las  tropas  de Macedonio Gálvez, que se acercaban a Ciudad Rodríguez por la vía de Cuévano, recibieron en el Cuartel General otra llamada telefónica, que indiscutiblemente la hizo el enemigo, que, indiscutiblemente, también había escuchado nuestra conversación anterior y, gracias al descuido de los operadores, a quienes siempre se les olvidaba identificarme, en esa segunda conversación telefónica, el enemigo le plantó a Trenza la gran mentira de que había contraorden y que el ataque se llevaría a cabo sobre la vía de Monterrey.
Así que mientras yo me batía brava, aunque inútilmente, con las avanzadas de Macedonio, Germán Trenza se había ido a pasear con tres mil hombres, por el ferrocarril de Monterrey, en donde, huelga decirlo, no encontró alma viviente.
Nuestras fuerzas no alcanzaban más que para defender Ciudad Rodríguez y resistir lo más posible, con la esperanza de que mientras llegara  el  Gordo Artajo,  por  la  vía  de  Culiacán,  con  sus  siete  mil  hombres  y  sus  cuatro regimientos de artillería.
Valdivia, Trenza, el Camaleón y Canalejo, estaban en el comedor, con caras desencajadas, tratando de averiguar la manera de ganar una batalla que estaba más perdida que mi santa madre.
Al día siguiente, las fuerzas de Cirilo Begonia, después de una brevísima escaramuza, se apoderaron del caserío que habíamos dejado libre, y parapetados desde allí, hicieron un tiroteo que nos causó muchas bajas.
Benítez se prestó entusiasta, y a las diez de la mañana empezó a bombardear el caserío y después las ametralladoras de la infantería abrieron un fuego tan tupido que el enemigo debió estar tumbado de panza.
Durante esta acción, mis tropas hicieron catorce prisioneros, que cuando regresamos a la plaza entregué a Canalejo, que era el comandante de la prisión, que estaba en el Cuartel de San Pedro.
Con testimonio notarial y todo, para que se viera que había sido una cosa imparcial y que nosotros no sólo éramos inocentes del fusilamiento de los prisioneros de guerra, sino que reprobábamos el hecho rotundamente.
—A ver si así se nos quita la mala suerte —dijo Trenza, pero apenas acababa de decir estas palabras, cuando vino un contraataque de las fuerzas de Cirilo Begonia, que desalojaron a las
De allí, es decir, de la plaza principal, me dirigí a la estación y ordené que se le prendiera fuego al bagaje que dejábamos abandonado, que era bastante.
Y con él explotaron dos carros de municiones que iban en el primer tren y además, toda la artillería y, por supuesto, todos sus ocupantes, incluyendo a Benítez, el inventor del «Zirahuén», que tan valiosos servicios había prestado y que tan brillante futuro hubiera tenido de no haber estado de nuestra parte.
—Si nuestro destino es acabar nuestros días en los Estados Unidos —dije yo—, más vale entrar en ellos por nuestro propio pie y no pasar la vergüenza de que nos acusen de alta traición y todo eso.
Cuando ya se habían ido, por el Cañón, montando unos caballos que apenas podían tenerse en pie, regresó un piquete que había yo mandado a conseguir víveres, con tres vacas que se habían robado.
Después pasé revista a mis efectivos: teníamos veinte hombres y dos ametralladoras, con parque para resistir unas dos horas, si nos íbamos con tiento.
Lo abracé conmovido porque comprendí que había perdido su última oportunidad de escapatoria, nomás por creer en las palabras de Horacio Flores, que afortunadamente pagó su optimismo de la misma manera.
Me acusaron de todo: de traidor a la Patria, de violador de la Constitución, de abuso de confianza, de facultades y de poderes, de homicida, de perjuro, de fraude, de pervertidor de menores, de contrabandista, de tratante de blancas y hasta de fanático catolizante y cristero.
Cuando vino el oficial de guardia a preguntarme mis últimos deseos, le ordené que me trajera los periódicos más recientes y una botella de cognac Martell.

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