20 Jun
Leer no es descifrar. Emilia Ferreiro y Ana Teberosky
LEER NO ES DESCIFRAR; ESCRIBIR NO ES COPIAR (1).
En la introducción a este libro señalamos tres precauciones básicas que habían presidido la elaboración de nuestro trabajo de investigación: no identificar lectura con descifrado;
No identificar escritura con copia de un modelo; no identificar progresos en la lecto-escritura con avances en el descifrado y en la exactitud de la copia gráfica. Después del análisis de los resultados obtenidos nos parece evidente que esas «precauciones» nos han permitido poner de manifiesto una serie de hechos nuevos: una construcción real e inteligente por parte del niño de ese objeto, cultural por excelencia, que es la escritura. Sin embargo, nos parece útil volver sobre esas tres precauciones básicas, presentándolas ahora como afirmaciones teóricas y no como principios metodológicos.
A] No identificar lectura con descifrado
En este punto nuestros resultados coinciden con las tesis defendidas por varios autores contemporáneos, que parten de los resultados obtenidos por la psicolingüística contemporánea (poschomskiana) para comprender, sobre esa base, el comportamiento de un lector.
Es común a todos ellos el rechazar un análisis de la lectura en términos puramente perceptivos. Kenneth Goodman (1977) lo expresa de una manera brillante:
Si comprendemos que el cerebro es el órgano humano de procesamiento de la información; que el cerebro no es prisionero de los sentidos sino que controla los órganos sensoriales y selectivamente usa el input que de ellos recibe; entonces no nos sorprenderá que lo que la boca dice en la lectura en voz alta no es lo que el ojo ha visto sino lo que el cerebro ha producido para que la boca lo diga (p. 319).
Frank Smith (1975) también insiste en que la lectura «no es esencialmente un proceso visual«. En un acto de lectura utilizamos dos tipos de información: una información visual y otra no-visual. La información visual es provista por la organización de las letras en la página impresa o manuscrita, pero la información no-visual es aportada por el lector mismo. La información no-visual esencial es la competencia lingüística del lector (si el texto está escrito en un idioma desconocido por el lector no habrá lectura en sentido estricto, aunque haya exploración visual de la página, búsqueda de semejanzas y regularidades, etc.). Pero otras informaciones no-visuales son utilizadas, tales como el conocimiento del tema (lo cual no es lo mismo que el conocimiento del texto).
A la lista de informaciones no-visuales utilizadas que F. Smith presenta, quisiéramos agregar una que nos parece esencial: la identificación del soporte material del texto. Aún antes de que comencemos a leer ya sabemos (por anticipación) algo sobre el texto, en virtud de la categorización que hayamos hecho del soporte material. Así, si identificamos el soporte como siendo un libro técnico, ya sabemos que algunas construcciones que marcan típicamente un cierto estilo estarán excluidas (nadie espera encontrar en un libro técnico una oración que comience con «Había una vez…» o con «Tengo el agrado de dirigirme a usted…»). Si identificamos el soporte como una receta médica, no nos sorprenderemos de la ausencia de verbos («una cucharada cada tres horas» será bien interpretado como «tomar una cucharada de este producto cada tres horas»). Y así siguiendo.
Está claro que hay una relación inversa entre la información no-visual utilizable y la información visual requerida. Smith y otros autores nos recuerdan datos ya clásicos de la psicología experimental de laboratorio: el ojo no trabaja sino «de a saltos»; cada fijación dura aproximadamente 250 milisegundos, luego realiza un «salto» de aproximadamente 10/12 letras (o espacios equivalentes), y se detiene otra vez, para una nueva fijación. Hay, además, retornos hacia atrás, saltos más importantes al final de una línea, etc. En cada fijación se identifican 4 ó 5 Ítems diferentes: si el estímulo visual consiste en letras presentadas al azar, serán 4 ó 5 letras diferentes; si el estímulo consiste en palabras escritas, puede identificarse el doble de letras que antes (2 palabras, aproximadamente 10 letras); si las palabras están organizadas sintácticamente (es decir, constituyen una oración escrita), podemos identificar el doble de letras que antes (alrededor de 4 palabras, es decir aproximadamente 20 letras).
Lo que «se ve» depende, entonces, del nivel de organización del estímulo. Pero, en realidad, no es que el ojo vea más cosas, sino que la capacidad de integración de la información aumenta concomitantemente con la organización del estímulo. En otros términos, el lector completa con su información no-visual (conocimiento del léxico y de la estructura gramatical de su lengua)
La escasa información visual recogida en una centración.
Hechos de esta naturaleza —concomitantemente con otros relativos a las limitaciones de la memoria inmediata— han llevado a numerosos autores contemporáneos a considerar la lectura como una actividad esencialmente no-visual. Las anticipaciones que cualquier lector realiza continuamente aparecen como un elemento esencial de la actividad de lectura. «La lectura es imposible sin predicción», sostiene F. Smith. Las predicciones son básicamente de dos tipos diferentes: predicciones léxico-semánticas, que nos permiten anticipar significado tanto como proceder a autocorrecciones, y predicciones sintácticas, que nos permiten anticipar la categoría sintáctica de un término, tanto como proceder a autocorrecciones cuando un elemento sintáctico esencial no ha sido identificado. Un ejemplo de predicciones del primer tipo es el siguiente: leyendo rápidamente los titulares de un periódico (una actividad de lectura en la cual cualquier lector adulto, por más entrenado que sea, suele cometer errores de identificación) un adulto cree identificar la oración «liberáronse los presos del pescado»; la incongruencia semántica es evidente, y el lector vuelve atrás, al único lugar donde ha podido tener lugar el error de identificación («precios» y no «presos»). Un ejemplo del segundo tipo de predicciones es la experiencia conocida de cualquier lector adulto de llegar al punto de final de oración sin haber encontrado un verbo; típicamente, en este caso el conocimiento sintáctico fuerza a una autocorrección, y a una nueva exploración.
De este énfasis en la predicción (predicción inteligente, lingüísticamente controlada, que no debe ser confundida con un simple «adivinar» sin dirección) surgen una serie de propuestas pedagógicas nuevas. F. Smith lo dice enfáticamente: «la oportunidad para desarrollar y emplear la predicción debe ser una parte esencial del aprendizaje de la lectura». En Francia recientemente han surgido las voces de pedagogos como J. Foucambert (1976) y Jean Hébrard (1977) para defender esta opción pedagógica.
Es obvio que mal pueden desarrollarse las anticipaciones inteligentes sobre oraciones tales como «mi mamá me mima», «Susi asa sus sesos sosos», o similares destrabalenguas, clásicos del lenguaje ritual que permite —tradicionalmente hablando— el acceso al santuario de la lengua escrita.
Señalemos que esas oraciones se reencuentran en todas partes. Así, los niños ingleses conocen «the fat cat sat on the mat»; los niños franceses comienzan con «bébé a bu, bébé bave» o con «Riri a ri; Lili a lu», para introducirse luego en «la poule rousse couve sur son petit nid de mousse» (lo cual, sin duda alguna, es un avance con respecto a lo que debían leer, en el siglo XIX, los niños de primer grado: «Hugues subjugue ses juges par la fugue qu’il composa á Bruges»). Como lo señala J. Hébrard, «hoy día los niños aprenden a leer el francés como si se tratara del latín». Y esto es válido para el castellano también.
En efecto, la trampa de tales oraciones es doble: por un lado, tienen la apariencia de verdaderas oraciones, y, sin embargo, no corresponden a ningún lenguaje real (ni al dialecto del docente ni al de los niños); por otra parte, se proponen oralmente como enunciados reales, siendo que no transmiten ninguna información y toda intención comunicativa les es ajena. Una vez más, de lo que se trata es de que el niño olvide todo lo que él sabe acerca de su lengua materna para acceder a la lectura, como si la lengua escrita y la actividad de leer fueran ajenas al funcionamiento real del lenguaje.
No se trata aquí de pretender, contra toda evidencia, que la lengua escrita es una simple transcripción de la lengua oral. Muy por el contrario, hay marcadas diferencias entre una y otra (sin hablar de los múltiples «estilos» de lengua oral y de lengua escrita). La lengua escrita tiene términos que le son propios, expresiones complejas, un uso particular de los tiempos de verbos, un ritmo y una continuidad propios. Todos sabemos cuán difícil resulta leer la transcripción de una conversación grabada, conversación que, sin embargo, recobra su transparencia cuando la escuchamos; todos sabemos cuán difícil de escuchar es una conferencia leída en voz alta.
De lo que se trata, entonces, no es de confundir lengua oral con lengua escrita, sino de permitir que el aprendiz-lector se aproxime a ésta con aquello que es imprescindible para ambas: su competencia lingüística.
En el análisis de nuestros resultados vimos la diferencia notable entre los niños en curso de escolaridad, introducidos a la lectura a través del estrecho corredor del descifrado, y los que habían organizado su propio método de aprendizaje, fuera de toda sistematización escolar. Los primeros mostraban dos tipos de conductas que nunca encontramos en los segundos: por un lado, la confianza ciega en el descifrado como única vía de acceso al texto; por otro lado, la imposibilidad de utilizar el propio conocimiento sintáctico como guía para decidir de la exactitud del descifrado. El descifrado como única vía de acceso al texto lleva a su propia caricatura en los casos de niños que descifran —es decir, que oralizan las marcas gráficas o que, según una expresión bien acertada, «hacen un ruido con la boca en función de los signos que ven con los ojos»— pero sin comprender absolutamente nada. Como cualquier docente o psicopedagogo lo sabe, la incomprensión del texto puede coexistir con un descifrado correcto. Inútil sería buscar en estos casos un defecto de memoria para dar cuenta de la dificultad. Demasiado fácil apelar al rótulo «niños buenos para el análisis pero que fracasan en la síntesis». Desligado de la búsqueda constante de significación, el texto se reduce, en el mejor de los casos, a una larga serie de sílabas sin sentido. Cuando ha llegado al final del renglón el niño ha olvidado el comienzo, no porque tenga una falla de memoria, sino porque es imposible retener en memoria inmediata una larga serie de sílabas sin sentido (un resultado clásico de la psicología experimental, establecido hace ya varias décadas). Finalmente, la falta de confianza en el propio conocimiento sintáctico lleva a leer las más flagrantes incongruencias gramaticales (como «la mono…» o «la pato…»), a cometer errores gramaticales superados varios años antes a nivel oral, como si de un texto pudiera «salir» cualquier cosa, siendo —tal como los textos de iniciación son— un híbrido a mitad de camino entre el lenguaje real y una acrobacia de salón.
En la concepción tradicional de la lectura el significado aparece en algún momento, mágicamente, atraído por la oralización. Es gracias a la emisión sonora que el significado surge, transformando así la serie de fonemas en una palabra. Según la visión de varios autores contemporáneos, el circuito signo visual-traducción sonora-significación, no es un circuito ineludible, sino que se nos aparece como tal en virtud de la importancia desmesurada que la lectura en voz alta adquiere en la práctica escolar.
El nudo de la cuestión es la respuesta a esta pregunta: ¿oralizamos para comprender un texto, o bien porque la escuela lo exige? En el primer caso la escritura aparece como un sistema «segundo» de signos, es decir, como un sistema de signos que remiten a otros signos (los del lenguaje oral). En el segundo caso, la escritura aparece como un sistema alternativo de signos, que remiten directamente a una significación, tal como los signos acústicos.
El interés de la polémica actual es el enfatizar esta segunda alternativa. Foucambert lo dice así: «leer consiste en seleccionar informaciones en la lengua escrita para construir directamente una significación». Smith lo dice así: «la escritura es una forma alternativa o paralela de lenguaje con respecto al habla, y la lectura, tanto como la recepción del habla, involucra una ‘decodificación significativa’ directa, o comprensión». El mismo Smith, en otro texto (1971), sostendrá que «a pesar de la creencia muy expandida en sentido contrario, es posible sostener que el lenguaje escrito no representa primariamente los sonidos del habla, sino que provee índices acerca del significado». Por esta razón «la transcripción de lo escrito en habla es posible solamente a través del intermediario del significado».
En esta perspectiva, el lector trata los signos visuales de la misma manera que el escucha los signos audibles: uno y otros trabajan con la estructura superficial, y deben acceder a la estructura profunda del texto o del enunciado para comprender su significado. La estructura profunda es común a ambos. Por eso Smith (1975) afirma que «el habla y la escritura son formas variantes o alternativas de la misma lengua», contrariamente a la suposición generalizada que considera a la escritura como la transcripción por escrito del habla.
En resumen, a] las evidencias obtenidas del análisis del comportamiento del lector adulto parecerían coincidentes en indicar que el significado no deriva de un reconocimiento letra por letra (o palabra por palabra), o sea de un descifrado correcto; b] los datos que nosotros hemos recogido de niños preescolares muestran que en ningún momento se opta por el descifrado puro como forma de abordaje a la escritura; c] Margaret Clark (1976) estudiando una población de niños ingleses de 5 años que llegaban a la escuela sabiendo leer por sí mismos comprueba también la solidaridad entre «leer» y «obtener significado»; d] en nuestros propios datos, solamente algunos niños en curso de escolaridad recurrían ciegamente al descifrado y dejaban de lado —también ciegamente— el propio conocimiento lingüístico.
Foucambert hace del descifrado la clave de todos los males de la iniciación escolar a la lectura; no duda en afirmar que «el descifrado es fácil… cuando se sabe leer», pero que «la utilización del descifrado como medio para comprender una palabra escrita pone al niño en situación de fracasar»; y concluye, enfáticamente que el descifrado «es una trampa, un regalo envenenado» (p. 47). En su perspectiva, las dislexias no son perturbaciones de la lectura, sino del descifrado, y el descifrado mismo no es una actividad de lectura (p. 76).
En nuestra opinión, estas posiciones son básicamente correctas, pero tenemos reticencias a suscribirlas por entero por dos razones, que nos parecen constituir limitaciones no justificadas:
• se parte de un análisis del comportamiento del lector adulto, sin proceder a un estudio detallado —como nosotros intentamos hacerlo— de la génesis de este comportamiento. (Aquí, como en otros dominios, una correcta descripción del estadio final a alcanzar es ineludible, pero esa descripción —por correcta y pormenorizada que sea— no permite deducir el proceso efectivamente seguido para lograrlo.)
• se hace un análisis exclusivo —o casi exclusivo— de la lectura, olvidando, o tratando como subsidiarios, los datos provenientes de la escritura. (Está claro que leer y escribir son actividades diferentes, aunque complementarias; pero de la misma manera que en el estudio de la adquisición del lenguaje oral es peligroso tratar la comprensión ignorando la producción, aquí también nos parece que se corre el riesgo de una visión unilateral del proceso de adquisición de la lengua escrita enfatizando la lectura [comprensión] en desmedro de la producción de textos propia a la escritura.)
(1) Tomado de Los sistemas de escritura en el desarrollo del niño, por Emilia Ferreiro y Ana Teberosky. México. Siglo XXI Editores, 1995, pp. 344-351.
En la introducción a este libro señalamos tres precauciones básicas que habían presidido la elaboración de nuestro trabajo de investigación: no identificar lectura con descifrado;
No identificar escritura con copia de un modelo; no identificar progresos en la lecto-escritura con avances en el descifrado y en la exactitud de la copia gráfica. Después del análisis de los resultados obtenidos nos parece evidente que esas «precauciones» nos han permitido poner de manifiesto una serie de hechos nuevos: una construcción real e inteligente por parte del niño de ese objeto, cultural por excelencia, que es la escritura. Sin embargo, nos parece útil volver sobre esas tres precauciones básicas, presentándolas ahora como afirmaciones teóricas y no como principios metodológicos.
A] No identificar lectura con descifrado
En este punto nuestros resultados coinciden con las tesis defendidas por varios autores contemporáneos, que parten de los resultados obtenidos por la psicolingüística contemporánea (poschomskiana) para comprender, sobre esa base, el comportamiento de un lector.
Es común a todos ellos el rechazar un análisis de la lectura en términos puramente perceptivos. Kenneth Goodman (1977) lo expresa de una manera brillante:
Si comprendemos que el cerebro es el órgano humano de procesamiento de la información; que el cerebro no es prisionero de los sentidos sino que controla los órganos sensoriales y selectivamente usa el input que de ellos recibe; entonces no nos sorprenderá que lo que la boca dice en la lectura en voz alta no es lo que el ojo ha visto sino lo que el cerebro ha producido para que la boca lo diga (p. 319).
Frank Smith (1975) también insiste en que la lectura «no es esencialmente un proceso visual«. En un acto de lectura utilizamos dos tipos de información: una información visual y otra no-visual. La información visual es provista por la organización de las letras en la página impresa o manuscrita, pero la información no-visual es aportada por el lector mismo. La información no-visual esencial es la competencia lingüística del lector (si el texto está escrito en un idioma desconocido por el lector no habrá lectura en sentido estricto, aunque haya exploración visual de la página, búsqueda de semejanzas y regularidades, etc.). Pero otras informaciones no-visuales son utilizadas, tales como el conocimiento del tema (lo cual no es lo mismo que el conocimiento del texto).
A la lista de informaciones no-visuales utilizadas que F. Smith presenta, quisiéramos agregar una que nos parece esencial: la identificación del soporte material del texto. Aún antes de que comencemos a leer ya sabemos (por anticipación) algo sobre el texto, en virtud de la categorización que hayamos hecho del soporte material. Así, si identificamos el soporte como siendo un libro técnico, ya sabemos que algunas construcciones que marcan típicamente un cierto estilo estarán excluidas (nadie espera encontrar en un libro técnico una oración que comience con «Había una vez…» o con «Tengo el agrado de dirigirme a usted…»). Si identificamos el soporte como una receta médica, no nos sorprenderemos de la ausencia de verbos («una cucharada cada tres horas» será bien interpretado como «tomar una cucharada de este producto cada tres horas»). Y así siguiendo.
Está claro que hay una relación inversa entre la información no-visual utilizable y la información visual requerida. Smith y otros autores nos recuerdan datos ya clásicos de la psicología experimental de laboratorio: el ojo no trabaja sino «de a saltos»; cada fijación dura aproximadamente 250 milisegundos, luego realiza un «salto» de aproximadamente 10/12 letras (o espacios equivalentes), y se detiene otra vez, para una nueva fijación. Hay, además, retornos hacia atrás, saltos más importantes al final de una línea, etc. En cada fijación se identifican 4 ó 5 Ítems diferentes: si el estímulo visual consiste en letras presentadas al azar, serán 4 ó 5 letras diferentes; si el estímulo consiste en palabras escritas, puede identificarse el doble de letras que antes (2 palabras, aproximadamente 10 letras); si las palabras están organizadas sintácticamente (es decir, constituyen una oración escrita), podemos identificar el doble de letras que antes (alrededor de 4 palabras, es decir aproximadamente 20 letras).
Lo que «se ve» depende, entonces, del nivel de organización del estímulo. Pero, en realidad, no es que el ojo vea más cosas, sino que la capacidad de integración de la información aumenta concomitantemente con la organización del estímulo. En otros términos, el lector completa con su información no-visual (conocimiento del léxico y de la estructura gramatical de su lengua)
La escasa información visual recogida en una centración.
Hechos de esta naturaleza —concomitantemente con otros relativos a las limitaciones de la memoria inmediata— han llevado a numerosos autores contemporáneos a considerar la lectura como una actividad esencialmente no-visual. Las anticipaciones que cualquier lector realiza continuamente aparecen como un elemento esencial de la actividad de lectura. «La lectura es imposible sin predicción», sostiene F. Smith. Las predicciones son básicamente de dos tipos diferentes: predicciones léxico-semánticas, que nos permiten anticipar significado tanto como proceder a autocorrecciones, y predicciones sintácticas, que nos permiten anticipar la categoría sintáctica de un término, tanto como proceder a autocorrecciones cuando un elemento sintáctico esencial no ha sido identificado. Un ejemplo de predicciones del primer tipo es el siguiente: leyendo rápidamente los titulares de un periódico (una actividad de lectura en la cual cualquier lector adulto, por más entrenado que sea, suele cometer errores de identificación) un adulto cree identificar la oración «liberáronse los presos del pescado»; la incongruencia semántica es evidente, y el lector vuelve atrás, al único lugar donde ha podido tener lugar el error de identificación («precios» y no «presos»). Un ejemplo del segundo tipo de predicciones es la experiencia conocida de cualquier lector adulto de llegar al punto de final de oración sin haber encontrado un verbo; típicamente, en este caso el conocimiento sintáctico fuerza a una autocorrección, y a una nueva exploración.
De este énfasis en la predicción (predicción inteligente, lingüísticamente controlada, que no debe ser confundida con un simple «adivinar» sin dirección) surgen una serie de propuestas pedagógicas nuevas. F. Smith lo dice enfáticamente: «la oportunidad para desarrollar y emplear la predicción debe ser una parte esencial del aprendizaje de la lectura». En Francia recientemente han surgido las voces de pedagogos como J. Foucambert (1976) y Jean Hébrard (1977) para defender esta opción pedagógica.
Es obvio que mal pueden desarrollarse las anticipaciones inteligentes sobre oraciones tales como «mi mamá me mima», «Susi asa sus sesos sosos», o similares destrabalenguas, clásicos del lenguaje ritual que permite —tradicionalmente hablando— el acceso al santuario de la lengua escrita.
Señalemos que esas oraciones se reencuentran en todas partes. Así, los niños ingleses conocen «the fat cat sat on the mat»; los niños franceses comienzan con «bébé a bu, bébé bave» o con «Riri a ri; Lili a lu», para introducirse luego en «la poule rousse couve sur son petit nid de mousse» (lo cual, sin duda alguna, es un avance con respecto a lo que debían leer, en el siglo XIX, los niños de primer grado: «Hugues subjugue ses juges par la fugue qu’il composa á Bruges»). Como lo señala J. Hébrard, «hoy día los niños aprenden a leer el francés como si se tratara del latín». Y esto es válido para el castellano también.
En efecto, la trampa de tales oraciones es doble: por un lado, tienen la apariencia de verdaderas oraciones, y, sin embargo, no corresponden a ningún lenguaje real (ni al dialecto del docente ni al de los niños); por otra parte, se proponen oralmente como enunciados reales, siendo que no transmiten ninguna información y toda intención comunicativa les es ajena. Una vez más, de lo que se trata es de que el niño olvide todo lo que él sabe acerca de su lengua materna para acceder a la lectura, como si la lengua escrita y la actividad de leer fueran ajenas al funcionamiento real del lenguaje.
No se trata aquí de pretender, contra toda evidencia, que la lengua escrita es una simple transcripción de la lengua oral. Muy por el contrario, hay marcadas diferencias entre una y otra (sin hablar de los múltiples «estilos» de lengua oral y de lengua escrita). La lengua escrita tiene términos que le son propios, expresiones complejas, un uso particular de los tiempos de verbos, un ritmo y una continuidad propios. Todos sabemos cuán difícil resulta leer la transcripción de una conversación grabada, conversación que, sin embargo, recobra su transparencia cuando la escuchamos; todos sabemos cuán difícil de escuchar es una conferencia leída en voz alta.
De lo que se trata, entonces, no es de confundir lengua oral con lengua escrita, sino de permitir que el aprendiz-lector se aproxime a ésta con aquello que es imprescindible para ambas: su competencia lingüística.
En el análisis de nuestros resultados vimos la diferencia notable entre los niños en curso de escolaridad, introducidos a la lectura a través del estrecho corredor del descifrado, y los que habían organizado su propio método de aprendizaje, fuera de toda sistematización escolar. Los primeros mostraban dos tipos de conductas que nunca encontramos en los segundos: por un lado, la confianza ciega en el descifrado como única vía de acceso al texto; por otro lado, la imposibilidad de utilizar el propio conocimiento sintáctico como guía para decidir de la exactitud del descifrado. El descifrado como única vía de acceso al texto lleva a su propia caricatura en los casos de niños que descifran —es decir, que oralizan las marcas gráficas o que, según una expresión bien acertada, «hacen un ruido con la boca en función de los signos que ven con los ojos»— pero sin comprender absolutamente nada. Como cualquier docente o psicopedagogo lo sabe, la incomprensión del texto puede coexistir con un descifrado correcto. Inútil sería buscar en estos casos un defecto de memoria para dar cuenta de la dificultad. Demasiado fácil apelar al rótulo «niños buenos para el análisis pero que fracasan en la síntesis». Desligado de la búsqueda constante de significación, el texto se reduce, en el mejor de los casos, a una larga serie de sílabas sin sentido. Cuando ha llegado al final del renglón el niño ha olvidado el comienzo, no porque tenga una falla de memoria, sino porque es imposible retener en memoria inmediata una larga serie de sílabas sin sentido (un resultado clásico de la psicología experimental, establecido hace ya varias décadas). Finalmente, la falta de confianza en el propio conocimiento sintáctico lleva a leer las más flagrantes incongruencias gramaticales (como «la mono…» o «la pato…»), a cometer errores gramaticales superados varios años antes a nivel oral, como si de un texto pudiera «salir» cualquier cosa, siendo —tal como los textos de iniciación son— un híbrido a mitad de camino entre el lenguaje real y una acrobacia de salón.
En la concepción tradicional de la lectura el significado aparece en algún momento, mágicamente, atraído por la oralización. Es gracias a la emisión sonora que el significado surge, transformando así la serie de fonemas en una palabra. Según la visión de varios autores contemporáneos, el circuito signo visual-traducción sonora-significación, no es un circuito ineludible, sino que se nos aparece como tal en virtud de la importancia desmesurada que la lectura en voz alta adquiere en la práctica escolar.
El nudo de la cuestión es la respuesta a esta pregunta: ¿oralizamos para comprender un texto, o bien porque la escuela lo exige? En el primer caso la escritura aparece como un sistema «segundo» de signos, es decir, como un sistema de signos que remiten a otros signos (los del lenguaje oral). En el segundo caso, la escritura aparece como un sistema alternativo de signos, que remiten directamente a una significación, tal como los signos acústicos.
El interés de la polémica actual es el enfatizar esta segunda alternativa. Foucambert lo dice así: «leer consiste en seleccionar informaciones en la lengua escrita para construir directamente una significación». Smith lo dice así: «la escritura es una forma alternativa o paralela de lenguaje con respecto al habla, y la lectura, tanto como la recepción del habla, involucra una ‘decodificación significativa’ directa, o comprensión». El mismo Smith, en otro texto (1971), sostendrá que «a pesar de la creencia muy expandida en sentido contrario, es posible sostener que el lenguaje escrito no representa primariamente los sonidos del habla, sino que provee índices acerca del significado». Por esta razón «la transcripción de lo escrito en habla es posible solamente a través del intermediario del significado».
En esta perspectiva, el lector trata los signos visuales de la misma manera que el escucha los signos audibles: uno y otros trabajan con la estructura superficial, y deben acceder a la estructura profunda del texto o del enunciado para comprender su significado. La estructura profunda es común a ambos. Por eso Smith (1975) afirma que «el habla y la escritura son formas variantes o alternativas de la misma lengua», contrariamente a la suposición generalizada que considera a la escritura como la transcripción por escrito del habla.
En resumen, a] las evidencias obtenidas del análisis del comportamiento del lector adulto parecerían coincidentes en indicar que el significado no deriva de un reconocimiento letra por letra (o palabra por palabra), o sea de un descifrado correcto; b] los datos que nosotros hemos recogido de niños preescolares muestran que en ningún momento se opta por el descifrado puro como forma de abordaje a la escritura; c] Margaret Clark (1976) estudiando una población de niños ingleses de 5 años que llegaban a la escuela sabiendo leer por sí mismos comprueba también la solidaridad entre «leer» y «obtener significado»; d] en nuestros propios datos, solamente algunos niños en curso de escolaridad recurrían ciegamente al descifrado y dejaban de lado —también ciegamente— el propio conocimiento lingüístico.
Foucambert hace del descifrado la clave de todos los males de la iniciación escolar a la lectura; no duda en afirmar que «el descifrado es fácil… cuando se sabe leer», pero que «la utilización del descifrado como medio para comprender una palabra escrita pone al niño en situación de fracasar»; y concluye, enfáticamente que el descifrado «es una trampa, un regalo envenenado» (p. 47). En su perspectiva, las dislexias no son perturbaciones de la lectura, sino del descifrado, y el descifrado mismo no es una actividad de lectura (p. 76).
En nuestra opinión, estas posiciones son básicamente correctas, pero tenemos reticencias a suscribirlas por entero por dos razones, que nos parecen constituir limitaciones no justificadas:
• se parte de un análisis del comportamiento del lector adulto, sin proceder a un estudio detallado —como nosotros intentamos hacerlo— de la génesis de este comportamiento. (Aquí, como en otros dominios, una correcta descripción del estadio final a alcanzar es ineludible, pero esa descripción —por correcta y pormenorizada que sea— no permite deducir el proceso efectivamente seguido para lograrlo.)
• se hace un análisis exclusivo —o casi exclusivo— de la lectura, olvidando, o tratando como subsidiarios, los datos provenientes de la escritura. (Está claro que leer y escribir son actividades diferentes, aunque complementarias; pero de la misma manera que en el estudio de la adquisición del lenguaje oral es peligroso tratar la comprensión ignorando la producción, aquí también nos parece que se corre el riesgo de una visión unilateral del proceso de adquisición de la lengua escrita enfatizando la lectura [comprensión] en desmedro de la producción de textos propia a la escritura.)
(1) Tomado de Los sistemas de escritura en el desarrollo del niño, por Emilia Ferreiro y Ana Teberosky. México. Siglo XXI Editores, 1995, pp. 344-351.
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