19 Feb
Poesía
Para entender la poesía posterior a 1939, tenemos que explicar el contexto histórico marcado por esa época. Los años 40 se caracterizaban por la posguerra franquista y ligada a esta el hambre, la miseria, la fuerte represión con ejecuciones y encarcelamientos, la censura internacional y la pobreza de la mayor parte de la población. Estas circunstancias determinan la trayectoria literaria de los autores del momento que podrían ser de un bando u otro, inmersos en la preocupación por los temas humanos frente al concepto de poesía pura. Se les conoce como la generación del 36 que se fragmenta en dos tendencias fundamentales (poesía arraigada y desarraigada) asignadas por Dámaso Alonso que implican dos maneras opuestas de vivir el momento histórico:
La poesía arraigada
A esta corriente pertenecen casi todos los autores que permanecieron en España y que eran del bando franquista, aunque algunos se distancian de él. Estuvieron vinculados a las revistas Garcilaso de Jose García Nieto y ´´Escorial´´. Apostaron por una poesía de corte clásico, con Garcilaso de la Vega como inspiración y como símbolo de equilibrio y recuperación de los valores tradicionales de la nación. Su poesía se caracteriza por una estética clasicista y por una visión del mundo distanciada de la realidad del país; es también una poesía intimista que canta al amor, al paisaje, a la belleza y al sentimiento religioso (temas tradicionales).
La poesía desarraigada
La poesía desarraigada, opuesta a la arraigada en muchos aspectos, cultiva una línea existencialista que expresa la desorientación y el caos de la vida humana, la angustia y la desesperación de seres arrojados a un mundo absurdo y lleno de sufrimiento, soledad, desolación y muerte. Por ello, el tono es dramático y desgarrador, buscando la metáfora surrealista y expresionista y, a veces, un coloquialismo brusco y violento; también la métrica tradicional comienza a dar paso al verso libre y al versículo. Además, el ámbito personal cede terreno al colectivo en un intento de solidarizarse con los que sufren; esta idea sentará, años después, la base de la poesía social. Atormentados con la realidad y disconformes con el régimen (el llamado “exilio interior”), los poetas “desarraigados” pertenecen a diferentes épocas: Dámaso Alonso publica Hijos de la ira y Vicente Aleixandre, Sombra del paraíso. De los jóvenes poetas, destaca Blas de Otero (en su primera etapa). Ángel fieramente humano (1950) y Redoble de conciencia (1951), obras que recogen poemas escritos entre 1945 y 1950 y que luego se fundirán en solo volumen titulado Ancia.
No debemos olvidar a los poetas en el exilio como Emilio Prados y León Felipe; o a Miguel Hernández, que murió en la cárcel en 1942 y representa un puente entre la Generación del 27 y los poetas “desarraigados” de la Generación del 36. Siguiendo la estela de los autores del 27, comienza con su obra Perito en lunas (1933), fusionando la vanguardia, el gongorismo y la poesía pura; en 1935, El rayo que no cesa, influido por Neruda y V. Aleixandre, se sube a la “rehumanización de la poesía” y fusiona la tradición (Quevedo, el soneto) y la vanguardia (metáfora surrealista) para expresar el sentimiento trágico del amor; después, con la llegada de la Guerra, se embarca en la poesía social y comprometida: Viento del pueblo y El hombre acecha; alcanza su madurez en su último poemario (ya en la cárcel) Cancionero y romancero de ausencias (1939-1941).
Los años 50
Durante esta etapa, las circunstancias sociales y políticas comienzan a cambiar gracias al reconocimiento internacional del régimen de Franco y a la ayuda económica de otras naciones. España entra en la ONU empujada por las relaciones estratégicas de EEUU en el contexto de la “guerra fría”. Ello traerá consigo el incipiente desarrollo industrial, una cierta apertura de las costumbres y una pequeña relajación del censura internacional. En este contexto sociopolítico surge, de nuevo, como en los años treinta, una literatura de compromiso que se concreta en el auge de la poesía social: el poeta se convierte en testigo de su época (al igual que ocurre en la narrativa y el teatro) y utiliza su palabra para intentar cambiar el mundo, tomando partido ante las circunstancias del país. Así, la poesía social de los años cincuenta, retomará el compromiso político que iniciaron los autores del 27 y Miguel Hernández, al abandonar lo personal para volcarse en lo colectivo. La poesía social busca expresar su anhelo de justicia con un tono cotidiano y combativo, apelando al “nosotros” (“A la inmensa mayoría”, título de un poema de Blas de Otero), con un lenguaje sin retoricismos que llegue a todos.
En 1955, Gabriel Celaya publica Cantos Íberos y Blas de Otero, Pido la paz y la palabra. Esta tendencia llegará hasta los años sesenta. Por otro lado, aparecen otras tendencias en las décadas de los cuarenta y cincuenta que no tendrán eco hasta finales de los sesenta con la llegada de los poetas “novísimos”: – El “postismo”(abreviatura de postsurrealismo), pretende cultivar un “surrealismo ibérico” y enlaza con la experimentación vanguardista: reivindica la libertad expresiva, la imaginación y lo lúdico. Aunque, con una trayectoria muy personal, Gloria Fuertes experimentará con el sentido lúdico del postismo. – El grupo “Cántico”: surgido en torno a la revista del mismo nombre fundada en Córdoba (1947), de tendencia intimista, mantuvo una cercanía con la Generación del 27, sobre todo Luis Cernuda.
AÑOS SESENTA Y PRIMEROS SETENTA
En los años sesenta se produce en España un desarrollo económico acompañado de cierta liberalización social. Es la etapa final del franquismo conocida como la del desarrollismo. Dos generaciones se suceden en el panorama poético español: la generación del 50 y la Generación del 68 (los “novísmos”).
GENERACIÓN DEL 50
Los poetas jóvenes, nacidos entre 1924 y 1936, muestran un cierto cansancio con la estética de la poesía social. Son los “niños de la guerra”, que vivieron la contienda en su niñez o adolescencia, por lo que el conflicto también estará presente en su obra, pero desde una perspectiva distinta. Comienzan a publicar a finales de la década de los cincuenta. Conciben la poesía como un modo de conocimiento propio: les interesa lo subjetivo, la indagación en el alma del individuo; sus versos adoptan un tono reflexivo y recuperan la experiencia personal y los acontecimientos de la vida cotidiana; evocan la infancia y la adolescencia como un paraíso perdido: Abandonan el tono épico de la poesía social y sus pretensiones políticas, pero en su tránsito del “nosotros” al “yo” no dejan de lado el compromiso moral con su realidad y su tiempo. Destacan poetas como José Hierro (Libro de alucinaciones); Claudio Rodríguez (Alianza y condena); Ángel González (Sin esperanza, con convencimiento); Jose Ángel Valente (La memoria y los signos); Carlos Barral; José Agustín Goytisolo; Félix Grande; y, sobre todo, Jaime Gil de Biedma, el más influyente, pues será modelo para la “poesía de la experiencia” posterior (Las personas del verbo, que reúne sus poemarios Compañeros de viaje, Moralidades y Poemas póstumos)
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