17 Abr

San Agustín de Hipona: Un Viaje a Través de su Filosofía

Conocimiento: Razón, Fe e Iluminación Divina

San Agustín de Hipona, influido por el platonismo, defiende que el conocimiento verdadero procede tanto de la razón como de la fe. Para él, la verdad es una, y ambas vías nos conducen a ella. Fe y razón no se oponen, sino que colaboran: «hay que creer para comprender y comprender para creer». La razón plantea problemas que la fe resuelve, y también puede explicar los contenidos de la fe. Frente al escepticismo, San Agustín argumenta que es autorrefutable, ya que incluso quien duda no puede negar la certeza de que piensa. El conocimiento que el alma tiene de sí misma es indudable, lo que permite un punto de partida firme.

Distingue entre dos tipos de conocimiento: scientia, que es el conocimiento del mundo sensible y cambiante, y sapientia, conocimiento superior, que se refiere a las verdades eternas. Este último se alcanza al penetrar en el alma, donde están las ideas eternas que Dios ha impreso en ella. La iluminación divina permite al alma reconocer estas verdades, en un proceso parecido a la dialéctica platónica. San Agustín sostiene el ejemplarismo: todo ha sido creado por Dios según modelos eternos que existen en su mente. Así, solo Dios posee el ser pleno y eterno, mientras que la creación es efímera y mutable. Sobre el tiempo, afirma que no existe objetivamente fuera del alma: el pasado es memoria, el presente es atención y el futuro es expectativa. Además, introduce las razones seminales, es decir, las potencialidades que Dios dejó en la creación para que se desarrollen según su plan.

Dios: Existencia, Atributos y Creación

San Agustín de Hipona aborda el problema de Dios desde una perspectiva cristiana influida por el pensamiento platónico. Acepta la existencia de Dios como una verdad racionalmente fundamentada. Ofrece tres razones principales para demostrar su existencia:

  • La evidencia psicológica, ya que el alma busca naturalmente a Dios.
  • El consenso universal, pues todas las culturas han creído en alguna divinidad.
  • Porque solo a través de Dios se puede explicar el orden del mundo, ya que las cosas contingentes no pueden explicarse por sí mismas.

Dios, para San Agustín, es lo que verdaderamente es, de forma similar a cómo Platón consideraba a las Ideas: eternas, inmutables y perfectas, frente a la realidad sensible, que es cambiante y efímera. Por eso, Dios es único, eterno, inmutable, perfecto, bien en sí mismo, luz de todas las cosas y creador del mundo. La creación no es fruto del azar ni de un proceso temporal para Dios, sino que fue realizada de forma instantánea mediante las razones seminales, es decir, gérmenes o principios de todo lo que se desarrollará en el tiempo. Aunque la creación se despliega con el paso del tiempo, para Dios —que es eterno y está fuera del tiempo— todo ocurre en un solo acto. Dios es, por tanto, la causa y el fundamento de todo lo que existe. Frente a un mundo mutable y temporal, Él representa el ser pleno, eterno y necesario. Su existencia no solo es un contenido de fe, sino también una conclusión a la que puede llegarse desde la razón humana.

Ser Humano: Alma, Cuerpo y los Dos Amores

San Agustín concibe al ser humano como una unidad compuesta de alma y cuerpo, aunque da prioridad al alma por ser la sede de la verdad y la imagen de Dios. Acepta la división aristotélica del alma en funciones vegetativa, sensitiva y racional, pero además distingue tres facultades del alma: la memoria, que nos permite reconocernos a nosotros mismos; el entendimiento, que nos da conocimiento; y la voluntad, que nos permite amar. El ser humano vive en el tiempo, como lo demuestra el hecho de que percibimos el cambio y el movimiento. Sin embargo, en lo más profundo del alma hay algo eterno que nos permite medir el tiempo: somos conscientes del pasado a través de la memoria, del presente por la atención y del futuro por la expectación. Cuando el alma intenta abarcar el tiempo y concentrarlo en el presente, se asemeja a la eternidad de Dios. Esta interioridad del ser humano es fundamental para San Agustín: «No salgas fuera, entra en ti mismo; en el hombre interior habita la verdad». En el alma se refleja la imagen de Dios, lo que nos otorga dignidad y la capacidad de conocer y amar el bien supremo. San Agustín también desarrolla la teoría de los dos amores: amor Dei (amor a Dios) y amor sui (amor a uno mismo). La vida humana está marcada por la tensión entre ambos: si predomina el amor a Dios, el alma se ordena hacia el bien; si domina el amor propio desordenado, el alma se aleja de su fin y cae en el pecado.

Ética: El Libre Albedrío y la Gracia Divina

La ética de San Agustín debe entenderse dentro del marco de la teodicea, es decir, la defensa de la bondad de Dios frente a la existencia del mal en el mundo. Distingue entre dos tipos de mal: el mal físico, como los terremotos o enfermedades, que solo parecen malos desde la perspectiva humana, pero que en el orden divino cumplen una función; y el mal moral, causado por las decisiones libres del ser humano. Frente al maniqueísmo, que afirmaba la existencia de un principio del mal opuesto a Dios, San Agustín adopta la solución neoplatónica: el mal no tiene entidad propia, sino que es una privación del bien. Dios creó al ser humano con libre albedrío, lo que implica que no todo está determinado. Esta libertad es necesaria para que el bien moral tenga valor, pero también abre la posibilidad al mal moral. Sin embargo, el ser humano, por su condición finita y caída, tiende al egoísmo y al error. Por ello, no siempre elige correctamente. La única forma de volver a Dios es mediante la gracia, un don inmerecido que permite al alma orientarse al bien. La verdadera libertad, para San Agustín, no consiste en hacer lo que uno quiere, sino en servir a Cristo y orientarse al bien supremo, aunque esta libertad plena nunca se alcanza completamente en esta vida. Así, la experiencia cristiana de la libertad es dramática, ya que el ser humano vive en tensión entre el pecado y la gracia, entre el deseo de Dios y su propia fragilidad moral.

Política: La Ciudad de Dios y la Ciudad del Hombre

El pensamiento político de San Agustín se encuentra sobre todo en su obra La Ciudad de Dios, escrita como defensa del cristianismo frente a quienes lo culpaban de la caída del Imperio romano. San Agustín ofrece una interpretación teológica de la historia, que considera como una historia de la salvación guiada por la providencia divina. Plantea la existencia de dos «Ciudades» o comunidades espirituales: la Ciudad de Dios, formada por quienes aman a Dios por encima de todo, y la Ciudad del hombre, formada por quienes se aman a sí mismos y buscan el placer, el poder y la gloria mundana. La primera representa el orden espiritual y eterno; la segunda, el orden terrenal y pasajero. Estas dos ciudades no corresponden exactamente a estructuras políticas concretas, sino que están entrelazadas en cada sociedad y en cada persona. Solo en el Juicio Final serán plenamente separadas. Mientras tanto, la historia es el escenario de su conflicto, aunque siempre bajo el control de la providencia divina, que guía los acontecimientos hacia el triunfo definitivo de la Ciudad de Dios. Así, San Agustín no propone una utopía política en la Tierra, sino que entiende que el mundo presente está marcado por la imperfección y el pecado. La verdadera paz y justicia solo se alcanzarán en la ciudad celestial, tras la vida terrena.

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