30 Nov

Stephen King

El pasillo de la muerte

1ª Parte: Las gemelas asesinadas

Título original: The Green Mile I. The Two Death Girls
PREFACIO
Una carta

27 de octubre de 1995

Estimados y fieles lectores:

La vida está llena de caprichos. La historia que aquí comienza se edita en forma de pequeño libro debido al comentario circunstancial de un corredor de fincas a quien nunca conocí. Todo comenzó en Long Island, hace un año. Ralph Vicinanza, un viejo amigo y colaborador (dedicado concretamente a vender derechos de novelas y cuentos en el extranjero) acababa de alquilar una casa allí. El corredor de fincas señaló que la casa parecía «escapada de una novela de Charles Dickens».

Cuando Ralph recibió a su primer invitado, el editor británico Malcolm Edwards, aún tenía muy presente aquel comentario. Se lo repitió a Edwards y ambos se enfrascaron en una conversación sobre Dickens. Edwards mencionó que Dickens había publicado muchas de sus novelas por entregas, ya fuera incluidas en revistas o independientemente, como literatura de cordel (aunque desconozco el origen de esta palabra, que hace referencia a libros más breves de lo normal, siempre me ha inspirado especial simpatía). Edwards añadió que algunas de aquellas novelas fueron escritas y revisadas al filo de la publicación. Al parecer, Charles Dickens era un novelista que no temía los plazos de entrega.

Las novelas en episodios de Dickens eran enormemente populares; tal es así que una de ellas produjo una tragedia en Baltimore. Una multitud de aficionados se reunió en el muelle, esperando la llegada del barco inglés que debía traer a bordo la última entrega de Grandes esperanzas. Varios lectores cayeron al agua y murieron ahogados.

No creo que Malcolm o Ralph quisieran que nadie se ahogase, pero sentían curiosidad por saber qué sucedería si se lanzaba una novela por entregas en la actualidad. En ese momento, ninguno de los dos sabía que la experiencia ya se había realizado al menos en dos ocasiones (nada nuevo bajo el sol). Tom Wolfe publicó el primer borrador de La hoguera de las vanidades en la revista Rolling Stone y Michael McDowell (The Amulet, Gilded Needles, The Elementals y el guión cinematográfico Beetlegeuse) publicó una novela titulada Black Water en episodios, en una edición rústica. Aunque esa novela —una historia terrorífica sobre una familia sureña cuyos miembros sufrían la inquietante maldición hereditaria de convertirse en caimanes— no fue la mejor de McDowell, obtuvo un éxito rotundo en la edición de Avon Books.

Los dos amigos continuaron especulando sobre qué ocurriría si en la actualidad un escritor popular de ficción publicara una novela por entregas en forma de pequeños ejemplares de bolsillo que podrían venderse por una libra o dos en Gran Bretaña o por tres dólares en Estados Unidos (donde el precio de la mayor parte de estos libros es de $6,99 o $7,99). Malcolm dijo que alguien como Stephen King podía interesarse en el experimento y a partir de ese momento la conversación tomó otros derroteros.

Ralph olvidó temporalmente la idea, pero la recordó en el otoño de 1995, tras regresar de la Feria del Libro de Fráncfort, una especie de exposición internacional donde los agentes extranjeros como él deben enfrentarse cada día a una decisión importante. Entonces me presentó la idea de los libros por entregas junto con otras propuestas que rechacé de inmediato.

Sin embargo, a diferencia de la idea de una entrevista en la edición japonesa de Playboy o un viaje con los gastos pagados a las repúblicas bálticas, la propuesta de escribir una novela por entregas despertó mi interés. No creo ser un Dickens moderno —si tal persona existe, podría ser John Irving, o tal vez Salman Rushdie—, pero siempre me han fascinado las novelas por entregas. Las leí por primera vez en The Saturday Evening Post y me gustaron porque el final de cada episodio concedía al lector casi el mismo nivel de participación que al escritor: uno tenía una semana entera para intentar imaginar los acontecimientos que seguirían. Además, me parecía que el lector leía y vivía estas historias con mayor intensidad, puesto que estaban «racionadas». Era imposible tragárselas enteras, por más que uno lo desease (y cuando el relato era bueno, sin duda lo deseaba).

Lo mejor de todo era que en casa solíamos leerlas en voz alta por turnos: mi hermano David una noche, yo la siguiente, mi madre la tercera y luego otra vez mi hermano. Era una oportunidad excepcional para disfrutar de una obra escrita como de las películas o las series de televisión (Cuero Crudo, Bonanza, Ruta 66) que veíamos juntos; constituían un acontecimiento familiar. Sólo años más tarde descubrí que las familias habían disfrutado de las novelas de Dickens de forma similar, aunque la incertidumbre sufrida ante la chimenea por el destino de Pip, Oliver y David Copperfield se prolongaba durante años, en lugar de un par de meses (las series más largas del Post rara vez superaban los ocho episodios).

Pero la idea tenía otro aliciente, un atractivo que, según creo, sólo puede apreciar un escritor de cuentos de misterio o relatos de fantasmas: en una novela publicada por entregas, el escritor gana sobre el lector un ascendiente que de otro modo no puede disfrutar: sencillamente, fieles lectores, no podréis adelantaros en la lectura para descubrir el giro que toman los acontecimientos.

Todavía recuerdo el día en que, con doce años, entré en la sala y descubrí a mi madre sentada en su mecedora favorita, espiando el final de una novela de Agatha Christie mientras señalaba con el dedo el sitio donde había dejado la lectura, alrededor de la página cincuenta. Me quedé consternado y se lo dije (recordad que tenía doce años, una edad en que los niños comienzan a pensar que lo saben todo). Observé que leer el final de una novela de misterio era igual que comerse la nata de una galleta rellena y arrojar las dos mitades de la galleta a la basura. Mi madre rió, con su maravillosa y desvergonzada risa, y admitió que quizá tuviera razón, pero que a veces no podía resistir la tentación. Yo podía entender que alguien cediera a la tentación; incluso a los doce años, lo hacía con cierta frecuencia. Sin embargo, aquí tenemos por fin una cura para esa tentación. Hasta que el último episodio aparezca en las librerías, nadie conocerá el final de El pasillo de la muerte…, quizá ni siquiera yo.

Aunque sin saberlo, Ralph Vicinanza propuso la idea de una novela por entregas en un momento psicológico perfecto para mí. Había estado dándole vueltas en la cabeza a un relato titulado El pasillo de la muerte, sobre un tema que quería tocar tarde o temprano: la silla eléctrica. La Freidora me ha fascinado desde que una película de James Cagney y los primeros relatos al respecto (que leí en un libro titulado Veinte años en Sing Sing, escrito por un guardia cuyo nombre no recuerdo) encendieron mi imaginación. ¿Qué se sentiría al recorrer los últimos cuarenta metros hasta la silla eléctrica, sabiendo que uno iba a morir allí? ¿Cómo se sentiría el hombre que tenía que sujetar con correas al condenado… o accionar el interruptor? ¿Qué exigiría de uno un trabajo semejante? O, lo que era aún más inquietante, ¿qué le aportaría?

Durante los últimos veinte o treinta años he intentado plasmar estas ideas generales, siempre de un modo vago, en diferentes contextos. Escribí una novela de éxito ambientada en una prisión (Rita Hayworth and Shawshank Redemption) y había llegado a la conclusión de que allí se agotaba el tema, hasta que surgió esta idea. Había muchas cosas que me gustaban al respecto, pero ninguna tanto como la voz esencialmente honesta del narrador; moderado, sincero, quizá un poco ingenuo, es, quizá, el narrador que más se corresponde con el auténtico Stephen King. De modo que me puse a trabajar, aunque a trompicones. ¡La mayor parte del segundo capítulo la escribí durante una demora causada por la lluvia en Fenway Park!

Cuando Ralph me llamó, tenía un cuaderno lleno de notas sobre El pasillo de la muerte y advertí que estaba escribiendo una novela en lugar de dedicarme a terminar la revisión de un libro anterior (Desesperación; pronto lo conoceréis, fieles lectores). Con El pasillo de la muerte había llegado a un punto en que se me presentaban dos opciones: abandonarlo (quizá para siempre) o dejar de lado todo lo demás y continuar.

Ralph sugirió una tercera alternativa: escribir el relato del mismo modo que sería leído, por entregas. El riesgo de la aventura también me entusiasmó: si abandonaba el trabajo o era incapaz de continuar, un millón de lectores pedirían mi cabeza. Nadie, excepto Julianne Eugley, mi secretaria, sabe esto mejor que yo. Todas las semanas recibimos docenas de cartas de lectores furiosos exigiendo la publicación del nuevo libro de la colección La torre oscura (paciencia, seguidores de Roland; prometo que vuestra espera terminará aproximadamente en un año). Una de esas cartas contenía una fotografía tomada con una Polaroid de un oso de peluche encadenado, con un mensaje formado con letras de periódicos y revistas: «PUBLIQUE DE INMEDIATO EL PRÓXIMO LIBRO DE LA TORRE OSCURA O EL OSO MORIRÁ». He colgado la foto en mi despacho, como recordatorio tanto de mi responsabilidad como de lo maravilloso que es que la gente se preocupe —al menos un poco— por las criaturas de mi imaginación.

En cualquier caso, he decidido publicar El pasillo de la muerte en una serie de pequeñas ediciones en rústica, al estilo del siglo XIX, y espero que los lectores me escriban para decirme: a) que les gusta la historia; b) que les gusta el sistema de publicación, rara vez usado pero divertido. La idea ha dado un nuevo impulso a la escritura del relato, aunque en este momento (un lluvioso atardecer de octubre de 1995) queda mucho por hacer, incluso en el borrador, y la publicación continúa en el terreno de lo incierto. Eso contribuye a la emoción, pese a que en este momento me siento como si condujese en medio de una espesa neblina pisando a fondo el acelerador.

Por encima de todo, me gustaría decir que si al leer la historia el lector se divierte la mitad de lo que yo me he divertido escribiéndola, habrá valido la pena para ambos. Disfrutadla… y ¿por qué no leerla en voz alta con un amigo? Al menos así se acortará la espera hasta que aparezca la próxima entrega en el quiosco o la librería más cercana.

Mientras tanto, cuidaos y sed buenos los unos con los otros.

Stephen King

1

Todo ocurrió en 1932, cuando la penitenciaría del estado aún estaba en Cold Mountain. La silla eléctrica también estaba allí, por supuesto.

Los internos hacían chistes sobre la silla; la gente siempre hace bromas acerca de las cosas que le asustan pero no puede controlar. La llamaban la Freidora o la Gran Licuadora. Bromeaban sobre la cuenta de la luz o la posibilidad de que el alcaide Moores preparase allí la comida del día de Acción de Gracias, ya que su esposa, Melinda, estaba demasiado enferma para cocinar.

Pero aquellos que estaban destinados a sentarse en la silla no encontraban ninguna gracia en la situación. Durante mi estancia en Cold Mountain supervisé setenta y ocho ejecuciones (es una cifra que nunca olvidaré; ni siquiera en mi lecho de muerte), y creo que la mayoría de los condenados sólo se percataban de lo que iba a ocurrirles cuando les amarraban los tobillos a las firmes patas de roble de la Freidora. Entonces tomaban conciencia (uno veía la comprensión ascender a sus ojos en medio de una fría desolación) de que sus piernas ya nunca los llevarían a ningún lado. La sangre seguía corriendo por ellas, los músculos conservaban su fortaleza, pero de todos modos estaban acabadas; nunca darían otro paseo por el campo o bailarían con una chica en una fiesta popular. Los clientes de la Freidora sentían subir la muerte desde los tobillos. Cuando terminaban de pronunciar sus delirantes y casi siempre inconexas últimas palabras, les cubrían la cabeza con un saco negro de seda. Se suponía que la bolsa era una indulgencia para con ellos, pero yo siempre pensé que estaba destinada a ahorrarnos sufrimiento a nosotros, a evitarnos la contemplación de la horrorosa oleada de angustia que aparecía en sus ojos cuando se percataban de que iban a morir con las rodillas flexionadas.

En Cold Mountain el pasillo de la muerte era en realidad un bloque, el bloque E, separado de los otros cuatro y cuyo tamaño apenas llegaba a la cuarta parte de los demás. No estaba construido con madera sino con ladrillos, y su abominable techo desnudo de metal fulguraba al sol del verano como un ojo delirante. Dentro había seis celdas, tres a cada lado del ancho pasillo central, cada una de ellas casi el doble de grandes que las de los otros cuatro bloques. También eran individuales. Se trataba de unas estancias demasiado cómodas para una prisión (sobre todo en los años treinta), pero sus residentes las habrían cambiado gustosamente por cualquier celda en los otros bloques. Creedme, las habrían cambiado sin vacilar.

Durante los años que trabajé allí como carcelero, nunca estuvieron ocupadas las seis celdas a la vez (debemos dar gracias a Dios por sus pequeños favores). Lo máximo que llegó a albergar fueron cuatro reclusos, blancos y negros (en Cold Mountain no había segregación racial entre los muertos andantes), y se trató de una experiencia verdaderamente infernal.

Entre los condenados había una mujer, Beverly McCall, negra como el carbón y hermosa como un pecado que nadie se atrevería a cometer. Había aguantado las palizas de su marido durante seis años, pero no estaba dispuesta a tolerar que la engañase un solo día. La noche que descubrió que él le metía los cuernos, esperó al desafortunado Lester McCall (Cutter para los amigos y, quizá, para su extremadamente efímero amor) en lo alto de las escaleras de su apartamento, encima de una barbería. Apenas si le dio tiempo al traidor de quitarse el impermeable, y desparramó sus tripas sobre sus zapatos bicolor. Había usado una de las cuchillas de afeitar de Cutter.

Dos noches antes de que le tocara el turno de sentarse en la Freidora, Beverly me llamó a su celda y me contó que su padre espiritual africano la había visitado en sueños. Le había dicho que renunciara a su nombre de esclava y muriera con su nombre de mujer libre, Matuoni. Era su última voluntad que en el certificado de defunción figurara el nombre de Beverly Matuoni. Supongo que su padre espiritual no le propuso un nombre de pila o que a ella no se le ocurrió ninguno. Le dije que sí, que de acuerdo. Si algo aprendí durante mis largos años de carcelero comemierda fue a no rechazar las peticiones de los condenados a menos que no me quedara otro remedio. En el caso de Beverly Matuoni, la cosa daba igual. El gobernador llamó al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, conmutando la sentencia por cadena perpetua en el penal para mujeres Grassy Valley; un penal sin pene, como solíamos bromear entonces. Debo decir que me alegró ver el rotundo trasero de Bey torcer a la izquierda en lugar de a la derecha, en dirección a la mesa de guardia.

Unos treinta y cinco años después —debían de ser al menos treinta y cinco— vi su nombre en la página de anuncios fúnebres de un periódico, debajo de la fotografía de una anciana esquelética con una aureola de pelo blanco y gafas con piedras de bisutería a los lados. Era Beverly. Según decía la esquela, había pasado los últimos diez años de su vida en libertad, rescatando del olvido la pequeña biblioteca de Raines Falles prácticamente sola. También había dado clases en la escuela dominical y se había ganado el aprecio de todos los habitantes de aquel recóndito paraje. BIBLIOTECARIA MUERE DE UN ATAQUE AL CORAZÓN, rezaba el titular, y debajo, con letra más pequeña: «Cumplió una condena por asesinato durante más de dos décadas». Sólo los ojos, grandes y luminosos detrás de las gafas con piedras en los extremos, eran los mismos. Incluso a los setenta y tantos años, eran los ojos de una mujer que no dudaría en sacar una cuchilla de afeitar de la jarra azul de desinfectante y empuñarla como arma. Uno conoce a los asesinos, aunque acaben como bibliotecarias en aburridos pueblos de mala muerte. Al menos alguien como yo, que ha pasado tanto tiempo al cuidado de criminales.

Sólo una vez tuve cierta duda, y creo que ésa es la razón de que escriba esto.

El amplio pasillo central del bloque E tenía un suelo de linóleo del color de las limas viejas, por eso lo que en otras prisiones se llamaba la Última Milla, en Cold Mountain se había bautizado como la Milla Verde. Supongo que medía unos sesenta pasos largos de norte a sur, de un extremo al otro. Al fondo estaba la celda de seguridad y en el extremo opuesto había un cruce en forma de T. Doblar a la izquierda significaba la vida, si podía llamarse así a lo que sucedía en el sofocante patio de ejercicios, aunque para muchos lo era. Muchos vivieron allí durante años sin consecuencias aparentemente graves. Ladrones, pirómanos y violadores paseaban, conversaban y cumplían con sus pequeñas tareas cotidianas.

Doblar a la derecha era algo completamente distinto. Primero había que entrar en mi despacho (cuya alfombra, también verde, había pensado cambiar en más de una ocasión, aunque nunca me decidía a hacerlo) y pasar frente a mi escritorio, flanqueado por la bandera norteamericana a la izquierda y la del estado a la derecha. Al fondo había dos puertas. Una conducía al pequeño retrete que usábamos los guardias y yo (en ocasiones también el alcaide Moores), la otra a un almacén. Allí acababa uno tras recorrer el pasillo de la muerte.

Era una puerta baja; yo tenía que agachar la cabeza para entrar y John Coffey prácticamente tuvo que sentarse. Más allá de un pequeño rellano, había que bajar tres escalones de cemento hasta el suelo de madera. Era una habitación miserable, sin calefacción y con un techo metálico idéntico al del bloque contiguo. En invierno hacía suficiente frío como para que al respirar se formasen nubes de vapor y en verano el calor resultaba sofocante. Durante la ejecución de Elmer Manfred, en julio o agosto del treinta, se desmayaron nueve testigos.

A la izquierda del almacén, otra vez había vida: herramientas (guardadas en armarios protegidos con cadenas, como si en lugar de palas y azadones fuesen carabinas), alimentos secos, sacos con semillas destinadas a ser plantadas en los jardines de la prisión en primavera, cajas de papel higiénico, tarimas cargadas con planchas para el taller de grabado de la prisión…, incluso sacos de arena para marcar el cuadrado de béisbol y el campo de fútbol. Los presos jugaban en un sitio llamado el Prado, y todo el mundo en Cold Mountain esperaba con expectación las tardes de otoño.

A la derecha, una vez más, la muerte. La mismísima Freidora apoyada sobre una plataforma de tablas y situada en el extremo sudeste del almacén, con sus sólidas patas y sus anchos brazos de roble que habían absorbido el sudor de centenares de hombres aterrorizados en sus últimos minutos de vida; y el casquete metálico, por lo general suspendido descuidadamente sobre el respaldo de la silla, como el sombrero de un robot de juguete en una tira cómica de Buck Rogers. Un cable colgaba de él y acababa en un orificio rodeado de una arandela situado en el muro, detrás de la silla. A un lado había un cubo de hierro galvanizado. Si uno miraba en el interior, veía una esponja circular, cortada de modo que encajara perfectamente dentro del casquete metálico. Antes de la ejecución, la esponja se empapaba

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