12 Dic
TEMA PRINCIPAL
La fatalidad de un **amor imposible**.
TEMAS CLAVE
- El suicidio.
- El triángulo amoroso.
- El amor enfermizo.
- El sinsentido de la vida.
- El cansancio de vivir.
- El conflicto entre los anhelos y la realidad.
- El conflicto consigo mismo y con los demás.
- El absurdo del amor no correspondido.
- El dominio de las pasiones sobre la inteligencia.
- La lucha contra lo establecido.
- La inconformidad consigo mismo.
- La exaltación de la locura.
- La muerte como salida a los tormentos.
- La justificación del suicidio cuando no quedan otras alternativas.
IDEA PRINCIPAL
La falta de valor para afrontar la realidad, el dominio de los estados emocionales y el acto iluso de enamorarnos de la persona equivocada nos pueden conducir al suicidio.
ARGUMENTO
A través de unas cartas autobiográficas y de testimonios de personas que conocieron a Werther, nos enteramos de los infortunios de este desdichado personaje que se enamoró perdidamente de Lotte, una cándida y preciosa señorita que estaba comprometida con el joven Alberto, con quien se casó después.
Como ella no pudo corresponder a su obsesionado y desenfrenado amor, Werther tomó la fatal decisión de suicidarse. El incontrolable y desesperado amor por quien nada le podía ofrecer lo condujo a esa inexorable fatalidad.
RESUMEN
LIBRO PRIMERO
Werther, según nos cuentan las cartas (dirigidas a su inseparable amigo Guillermo), se sentía muy alegre en su nuevo lugar de residencia en un sitio indeterminado de Alemania. Allí se encontraba «perfectamente bien». Donde vivía antes, sus relaciones con los demás afligían su «corazón» desigual e inconstante. Esa tierra «paradisíaca» era un «preciado bálsamo» para su atribulado «corazón». Se sentía «tan feliz» sumido en el «sentimiento de la vida apacible». Por eso su arte padecía. «Ahora no podría dibujar ni un solo trazo, y sin embargo nunca fui mejor pintor que en estos momentos». Se maravillaba contemplando y disfrutando de la naturaleza y sus encantos. En lugar de libros (excepto los de Homero) sólo necesitaba hadas que lo arrullaran, y eso lo encontraba a manos llenas en su Homero.
Disfrutaba con el cariño que le profesaban los lugareños humildes y en especial con el de los niños (lo que más amaba en la tierra), con los que jugaba y dibujaba. A pesar de ello, durante los primeros meses no encontró «verdadera amistad». Reconocía que las personas, atosigadas de su poca libertad que poseen, «buscan por todos los medios verse libres de ella». No obstante hallarse rodeado de «muy buena gente», era incomprendido. Para él, «la vida del hombre es sólo un sueño», y los hombres, como los niños, no saben de dónde vienen, para dónde van, ni persiguen fines verdaderos, y sólo dan «tumbos por esta tierra».
Se ufanaba de Wahlheim, un paraje acogedor, «tan confidencial e íntimo», donde se diviertía (bajo unos tilos) leyendo a Homero y oteando todo el valle.
Luego de conocer a Carlota (Lottchen o Lotte), una atractiva y hermosa joven («una de las criaturas más amables del mundo»), su vida cambió radicalmente, debido a que ésta le «sorbió completamente el seso». Premonitoriamente, una prima de Lotte le advirtió a Werther (antes de que éste la conociera) que evitara enamorarse de ella. No atendió esa advertencia y, para su desgracia, se enamoró perdidamente con fatales consecuencias.
Sus primeras conversaciones con Lotte involucraron temas como literatura y baile, actividades del gusto de ella, especialmente el baile, donde ponía «todo su corazón y su alma toda». Mientras bailaban alegremente, Werther se enteró de que Lotte estaba comprometida con Alberto, un acaudalado e influyente joven, empleado de la Corte, donde gozaba de un gran aprecio. Esta realidad lo perturbó profundamente, hasta el extremo de atolondrarse y perder el compás del baile. Como secuela de una tempestad suspendieron el baile y se divirtieron participando en un agradable juego. Werther quedó tan prendado de los encantos de Lotte que, cuando se separaron, le besó la mano «hecho un mar de deleitosas lágrimas». Su amor por ella se incrementó febril y desaforadamente, debido a que le llenaba «por entero los sentidos y los sentimientos todos». Ilusamente, leía «en sus ojos negros un sincero interés» por él y por su suerte. Cegado por la obsesiva pasión, ingenuamente sentía y daba fe que ella lo amaba. Lotte era sagrada para él: «Todo deseo desaparece ante su presencia. Nunca sé lo que me pasa cuando estoy con ella. Es como si en mi alma se trastocaran todos los nervios. Cuando se sienta al piano y empieza a tocar su melodía, con ese aire angelical, tan simple y tan intenso, desaparecen desde la primera nota todas mis penas, mis zozobras, mis tribulaciones». Su encantadora manera de ser y la magia de la música que tocaba en el piano lo ataban más y más. A partir del instante en que la vio por vez primera, su deseo insaciable era verla a cada instante. «Y desde entonces ya no tengo otro deseo todo el día. Todo, todo se lo traga esa perspectiva».
Su amigo Guillermo y su madre le recomendaron emplearse en la Embajada (para que no estuviera inactivo), pero Werther no procedió así porque no le gustaba la subordinación ni la antipatía del embajador. Además, consideraba que era una necedad dar gusto a los demás, «sin que a ello le impulse su propia pasión o necesidad, afanarse por dinero, honrar a lo que fuere».
Con Alberto, el prometido de su idolatrada Lotte, Werther estableció una amistad, a pesar de que buscaba encontrarle defectos que lo hicieran indigno del amor de Lotte. Lo encontró como una persona flemática, buena y amable, que merecía «toda suerte de simpatías». No deslucía su dicha con ninguna malhumorada salida, y lo rodeaba de cordial amistad.
Cuando platicaban los dos conversaban sobre Lotte, hasta el punto que de sus ojos les brotaban lágrimas. «Me cuenta de la madre de Lotte, una mujer admirable, de cómo, hallándose en el lecho de muerte, entregó a Lotte la responsabilidad de la casa y los niños, y a él, el cuidado de Lotte; que desde entonces Lotte estaba como animada por un espíritu muy distinto, convertida en una auténtica madre y preocupada por el quehacer de la casa, sin que dejara pasar un solo instante de amor activo, trabajando en todo momento y manteniendo su amabilidad y carácter jovial. Camino a su lado, recogiendo flores de la vera del camino, y preparo un ramillete que después tiro al agua, para seguir con mis ojos cómo se lo va llevando la corriente… He visto a pocos que puedan comparársele en el método y la aptitud para los negocios… No hay duda de que es Alberto el hombre mejor que existe bajo la capa del cielo».
Werther percibió que Alberto tenía ideas extravagantes, el pecado que más odiaba Werther de un hombre. «Me considera un hombre sensato. Mi cariño por Lotte, el profundo afecto que siento por ella en cada uno de mis gestos, multiplica su triunfo y hace que él la quiera cada vez más. No sé si de vez en cuando sufrirá un pequeño ataque de celos; yo, en su lugar, no estaría seguro de poder librarme de ese demonio».
La presencia de Alberto junto a Lotte le confirmaba «que no podía abrigar pretensiones respecto de ella», y su alegría de estar cerca de ésta se le acababa. Cada vez que lo veía sentado a su lado deliraba, hacía payasadas y diabluras. Se encontraba ante el dilema de ilusionarse con el amor de Lotte o no ilusionarse. Si se ilusionaba tenía que ahuyentar las ilusiones, tratar de poner fin al logro de sus anhelos, o hacer de «tripas corazón» y tratar de sacudirse de encima un sentimiento que inexorablemente acabaría con sus energías.
Estaba hondamente confundido y se sentía desdichado; su vida se consumía poco a poco «por efecto del insidioso morbo…» Por primera vez pensó en el suicidio como una posible salida a su tormento. No sabía qué hacer ni a dónde ir.
En una ocasión en que Werther tomó un arma de Alberto y se apuntó a la frente, éste le manifestó que no podía comprender cómo un hombre pudiera «ser tan loco como para pegarse un tiro…» Así surgió entre los dos una interesante polémica:
«-¡Oh, hombres! -exclamé-, cada vez que hablan de una cosa tienen que decir: esto es una locura, esto es inteligente, esto es bueno, esto es malo. ¿Qué significado tiene todo esto? ¿Acaso han analizado así en profundidad las razones de lo que uno ha hecho? ¿Conocen acaso con absoluta seguridad los motivos de la determinación, por qué sucedió, por qué tuvo que suceder? Si lo hubiesen hecho, no serían tan ligeros a la hora de juzgar.
-Tendrás que reconocer -dijo Alberto- que hay determinados hechos que son pecaminosos, cualquiera haya sido el motivo que los generó.
-Pero, amigo mío -seguí-, también en esto hay algunas excepciones. Es cierto que el robo es un pecado, ¿pero el hombre que roba para salvarse a sí mismo y a los suyos de morirse de hambre merece compasión o ser castigado? ¿Quién tira la primera piedra contra el marido que en su justa ira sacrifica a su mujer infiel y al vil seductor? ¿O contra la muchacha que en un instante de éxtasis se deja llevar por la irresistible felicidad del amor? Incluso nuestras leyes, tan frías y meticulosas, se dejan conmover y retienen su castigo.
-Eso es completamente otra cosa -repuso Alberto-, porque un hombre arrastrado por sus pasiones pierde la conciencia de lo que hace y es tratado como un ebrio o un loco.
-Ah, ustedes los cuerdos -le contesté sonriendo-. ¡Pasiones, embriaguez, locura! Ahí están ustedes, los defensores de la moral, impávidos, ajenos. Censuran al ebrio, sienten repulsa por el loco, pasan de largo como un cura y, como los fariseos, agradecen a Dios por no haberlos hecho como a uno de ellos. Más de una vez estuve embriagado, mis pasiones nunca estuvieron muy lejos de la locura, y no me arrepiento de lo uno ni de lo otro. Porque a mi manera he aprendido a comprender que a todos los hombres capaces de hacer algo extraordinario, algo imposible, siempre se los calificó de ebrios y locos. Y aun en la vida normal es insoportable escuchar como casi todos exclaman «ese hombre está borracho, está loco» solo por haber realizado algo medianamente noble o generoso. Ustedes, hombres sensatos, cuerdos, avergüéncense.-Éste es otro de tus desvaríos -dijo Alberto-, exageras todo, y al menos acá estás errado, cuando quieres comparar el suicidio, y de esto estamos hablando, con un acto pleno de nobleza, cuando en realidad no se lo puede considerar de otra manera que como un gesto de debilidad. Porque está claro que es más fácil morir que seguir aguantando una vida llena de tormentos.
-¿A esto llamas tú debilidad? Pero, por favor, no te dejes deslumbrar por las apariencias. Un pueblo que sufre bajo el insoportable yugo de un tirano, ¿acaso es débil si por fin se levanta y rompe las cadenas? ¿Lo es un hombre que vence el terror de ver cómo su casa es presa de las llamas y junta todas sus fuerzas para rescatar cosas que en una situación normal sería incapaz de mover? ¿O puedes tildar de débil a aquel que enfurecido por una ofensa se pelea con otros seis y los vence? Y, querido amigo, si el esfuerzo significa valor, ¿por qué debemos considerar lo exaltado justamente como lo contrario?
-No me lo tomes a mal pero pienso que los ejemplos que has dado no corresponden.
-Puede ser -le respondí-, ya me han dicho muchas veces que mi manera de argumentar a menudo raya con lo disparatado. Veamos si encontramos otro camino para imaginarnos cómo se debe de sentir un hombre que está dispuesto a renunciar al peso, por lo general tan agradable, de la vida. Porque solo si somos capaces de compartir lo afectivo tenemos derecho a hablar sobre ello. La naturaleza humana -continué- tiene sus límites: puede soportar la felicidad, el sufrimiento, el dolor, solo hasta cierto grado, sucumbe en cuanto lo ha sobrepasado. En esto no se trata entonces de si alguien es débil o fuerte, sino solo de si es capaz de soportar su grado de sufrimiento, ya sea moral o físico. Y al mismo tiempo me parece equivocado decir que un hombre que se quita Ia vida es un cobarde, así como sería inoportuno llamar cobarde a alguien que muere por una fiebre maligna.
-¡Paradojas, siempre paradojas! -exclamó Alberto.
-Pero no tantas como supones -le contesté-. Reconoces que denominamos enfermedad mortal a aquella que ataca la naturaleza de modo que por un lado va consumiendo sus fuerzas y por el otro las neutraliza, de tal manera que ya no es posible que estas se repongan y, por medio de una venturosa reacción, sean capaces de restablecer el normal funcionamiento de la vida… Pues bien, querido amigo, apliquemos esto al espíritu. Mira al ser humano en sus limitaciones, cómo influyen en él ciertas impresiones, se fijan las ideas, hasta que una pasión que se agiganta le quita toda serenidad a sus sentidos y lo arruina. Será en vano que el hombre sensato y sereno quiera evitar la situación, será inútil que lo aconseje. Es lo mismo que un hombre sano, que estando junto al lecho de un enfermo, tampoco puede traspasarle ni lo más mínimo de su energía… Amigo mío, el hombre es el hombre y la inteligencia que puede llegar a tener no vale mucho cuando golpean las pasiones y lo llevan hasta los límites de lo humano…»
Lo que hacía feliz a Werther era a la vez su desventura. La naturaleza viva, otrora escenario de sus deleites y su paraíso, hogaño era su verdugo, un atormentador espíritu que por doquiera que iba lo perseguía. «Es como si en mi interior se hubiera corrido un velo y el espectáculo de la vida infinita se transformara ahora en un abismo ante una tumba, abierta para la eternidad… Y de esta manera deambulo angustiado, rodeado de cielo y tierra y sus envolventes fuerzas. No veo otra cosa que un monstruo, un eterno rumiante que todo lo devora… En vano extiendo mis brazos hacia ella, a la mañana, cuando despierto de mis pesadillas, y es infructuoso buscarla de noche en la cama, cuando despierto confundido después de un sueño cándido, inocente, en el que estoy a su lado, en un prado, tomado de su mano y recorriéndola con mil besos. ¡Ay!, y cuando aún somnoliento trato en vano de tocarla y en esa búsqueda termino de despertar, entonces brota de mi corazón angustiado un torrente de lágrimas y lloro sin consuelo por el oscuro futuro que me espera… Es una desgracia, pero mis pujantes energías se han ido transformando en un abatimiento intranquilo, no puedo gozar del ocio pero tampoco soy capaz de hacer algo. No tengo poder de imaginación, no siento nada por la naturaleza, los libros me asquean. Si no estamos bien con nosotros mismos, no hay nada que nos venga bien. Te lo juro, a veces quisiera ser un jornalero, sólo para saber cuando despierto a qué atenerme durante el día, tener un impulso, una esperanza. A veces lo envidio a Alberto cuando lo veo sumergido en montañas de expedientes y me imagino que me sentiría bien si estuviera en su lugar. Tanto que en varias ocasiones estuve a punto de escribirte, y al encargado de negocios también, para pedirle aquel cargo en la legación que tú me habías asegurado no me iban a negar. El ministro me tiene afecto desde hace cierto tiempo y me sugirió que me dedicara a algún tipo de actividad. Lo pienso en serio durante una hora; después, cuando vuelvo a recapacitar y me acuerdo de la fábula del caballo que, impaciente por lograr su libertad, se deja ensillar y termina sometido y maltrecho, no sé qué hacer. Querido amigo, ¿no será la ansiedad que siento por cambiar mi situación una irritante impaciencia interior que me perseguirá a todas partes?»
Frecuentemente, Werther visitaba a Lotte; hablaba con ella y jugaba con sus ocho hermanitos, quienes lo querían mucho. Se creía un desdichado y se preguntaba si no estaba loco. «¡Desdichado! ¿Estarás loco? ¿Te estás engañando? ¿Qué esperas de esta interminable pasión desenfrenada? Sólo a ella dirijo mis ruegos; mi fantasía sólo puede imaginársela a ella; y todo lo que me rodea en este mundo lo relaciono con ella. Esto me depara de vez en cuando una hora feliz, hasta que vuelvo a tener que alejarme de ella. …mi corazón me obliga a cada cosa! Cuando paso dos o tres horas junto a ella y me deleito con su cuerpo, sus modales, el divino encanto de sus palabras, y siento cómo poco a poco se van crispando mis sentidos, los ojos se me enturbian, apenas puedo escuchar y una mano asesina sofoca mi garganta, entonces empieza a latir el corazón frenéticamente buscando oxígeno para los sentidos oprimidos y aumentando mi desconcierto… A veces no sé si sigo estando en este mundo. Cuando Lotte me permite el magro consuelo de llorar mis angustias en sus manos cada vez que me inunda la melancolía, ¡tengo que irme, alejarme! Y entonces salgo a deambular por el campo; se convierte así en alegría subir un cerro un tanto escarpado, o abrir una senda a través de un insondable bosque, entre los arbustos que me hieren, entre las espinas que me desgarran. Allí me siento un poco mejor. ¡Un poco! También cuando, agobiado por el cansancio y la sed me quedo en el camino, en el bosque solitario, a veces ya bien entrada la noche e iluminado porta luna llena, me siento junto al tronco de un árbol torcido para aliviar de alguna manera mis pies lacerados, me voy quedando dormido inmerso en un sueño, extenuado. La solitaria morada de una celda, el cilicio y el cinturón con espinas serían alivios por los que se deshace mi alma. ¡Adiós! No veo para esta miseria otro fin que la tumba».
Werther, náufrago en el proceloso mar del intenso e incontrolable amor pasional por Lotte, resolvió no volver a verla más.
LIBRO SEGUNDO
A pesar de que no era su anhelo, Werther, hostigado y atosigado por Guillermo y su madre, decidió trabajar al servicio del embajador, un hombre de «desabrido carácter», cominero, insatisfecho de sí mismo e incapaz de satisfacer a los demás. Sus tirantes relaciones con el embajador le ocasionan estados de mal humor. Se lamentaba por tener que tratar con personas como éstas. Así el embajador le proporcionara «muchas desazones», Werther se encontraba allí relativamente bien, no obstante desagradarle la dinámica de la vida cortesana y burguesa.
Conoció al Conde C, una persona apreciada y de «cerebro amplio». En su trato encontró sentimientos de amor y amistad; los dos lograron entenderse. «Y no hay alegría más verdadera ni cálida en el mundo que la de ver un alma buena que se nos abre». La lentitud y meticulosidad del embajador, igualmente, molestaban al conde. El entendimiento y la amistad del conde con Werther no eran del agrado del embajador, un individuo que se amargaba la vida y le amargaba la vida a los demás. Werther estableció una efímera y superficial amistad con la señorita B, «una criatura la mar de simpática, que ha sabido conservar mucha naturalidad en medio de esta engolada vida», encargada del cuidado de su anciana y enferma tía.
Dentro de una choza solitaria, en medio de una tempestad de nieve y fuertes vientos, Werther le escribe una carta a Lotte. En ella le confiesa que la piensa, que era infeliz y que sus sentidos estaban yertos. «No sé a punto fijo ni por qué me levanto ni por qué me acuesto». Le reitera que su más grande anhelo es estar junto a ella compartiendo con sus hermanitos.
Su relación con el embajador se tornaba cada vez más difícil. «Es un hombre desde todo punto inaguantable». Sus desacuerdos y discrepancias laborales le merecieron «una reprimenda» del ministro.
Esta situación y los desaires que recibe de todos los arribistas cortesanos le generan rabia y desprecio. Su furia era tal que deseaba agredir a alguien que le provocara el menor reproche; quería «meterle en el cuerpo mi estoque, pues si viera correr la sangre me sentiría más aliviado». Nuevamente pensó en el suicidio… «Cien veces, ¡ay!, cogí un cuchillo con idea de abrir un respiradero a mi oprimido corazón… quería abrirme una vena que proporcionase eterna libertad».
Así las circunstancias, renunció a su trabajo en la Corte, al cual había accedido por el hostigamiento y atosigamiento de su amigo Guillermo y de su madre, quienes no lo habían dejado en paz hasta que no «cargó» con un puesto que no se había hecho para él. Así su madre se lamentara porque se había cortado «la bella carrera» que había de llevarlo «directamente a los puestos del consejero secreto y embajador», abdicó a su empleo. Tras la destitución oficial de la Corte, Werther entró al servicio del príncipe heredero, con quien sí se entendía.
Entonces inició una peregrinación al lugar donde nació, con el ánimo de solazarse en los recuerdos de su infancia. Añorando su remoto pasado, se preguntaba de qué le servía saber que la tierra era redonda, si «pocas paladas de tierra ha menester el hombre para ser feliz encima de ellas y menos aún para debajo de ellas descansar».
Con el príncipe era grata la convivencia, ya que «es hombre sincero y sencillo». El príncipe estimaba más la inteligencia y el talento de Werther que el corazón de éste; corazón que era el único orgullo de Werther, «la única fuente de toda, de toda fuerza, de toda ventura y de todo dolor».
Transcurrido algún tiempo abandonó al príncipe y regresó a Wahlheim para estar cerca de Lotte.
Su existencia cerca de Lotte se colmó de amarguras. Tenía todo, pero sin ella nada tenía. En su delirio, muchas veces intentó arrojarse a su cuello… Sentía mucho su corazón, y de él ya no brotaba ningún deliquio; «secos están mis ojos, y mis sentidos, faltos ya del bálsamo de las sedantes lágrimas hacen que mi frente se frunza con angustia». Padecía mucho porque perdió aquello que era el único goce de su vida, «esa energía santa vivificante, con que creaba mundos en torno mío…»
Lotte le reprochaba sus excesos. Un día cuando ella tocaba el piano, Werther se extasió de tal manera con la música, que abruptamente le pidió que no tocara más. Lotte le dijo que él estaba enfermo y lo instó a que abandonara el lugar. «Yo me fui de su lado, y… ¡Dios!, tú ves mi miseria y le pondrás fin».
Werther, obsesionado como estaba por Lotte, seguía buscándole defectos a su esposo que lo convirtieran en indigno de ella, pero no los hallaba. Se preguntaba si los negocios de éste serían más importantes que su esposa; si sabría apreciar su dicha, y si sabría estimarla como ella se merecía. «De qué me sirve que me repita una y otra vez que es bueno y honesto, si al mismo tiempo me desgarra las entrañas. No puedo ser justo. …¿Y perdura la amistad entre nosotros? ¿No ve como una intromisión en sus derechos cualquier acercamiento mío hacia Lotte, cualquier atención hacia ella como un reproche silencioso? Lo sé, lo presiento, le desagrada tener que verme, desea que esté lejos, mi presencia lo incomoda… ¿Acaso no lo atrae cualquier negocio, por más miserable que sea, mucho más que su adorable esposa? ¿Sabe apreciar esa dicha? ¿Sabe respetarla tal como ella se lo merece? La tiene, está bien, la tiene. Lo sé, como también sé muchas otras cosas. Creo haberme acostumbrado a este pensamiento, pero igual me sacará de quicio, me va a matar».
Alberto, que había discrepado con Werther respecto a un suceso en que éste se oponía a que condenaran a un homicida pasional, censuró y acusó a Werther «de oponerse a la acción de la justicia». Expresó su deseo de alejarlo de la vida de Lotte, y de que disminuyera la frecuencia de sus visitas, ya que estaban dando «qué hablar a la gente…». Lotte no vuelve a mencionarle a su esposo el nombre de Werther, «y cuando ella sacaba a relucir su nombre cortaba la conversación o le daba otro giro». La condena del desdichado homicida (enamorado de una viuda) afectó profundamente a Werther, que se identificaba con el infortunio del reo. «En su interior sufría una constante alteración de sensaciones. Todos los sinsabores que había sufrido en su vida…, todo lo que le había salido mal, todo lo que lo había mortificado sacudían su alma. Sintió que aquello justificaba su inactividad; consideraba que estaba alejado de toda perspectiva, incapaz de tomar la iniciativa por nada, aunque fueran las cosas cotidianas de la vida. De esta manera, sumido en su particular sentir, forma de pensar y un infinito sufrimiento, en la eterna monotonía de su triste relación con ese ser adorable al que tanto quería y cuya tranquilidad él perturbaba, consumiendo sus energías en un esfuerzo estéril, sin sentido y perspectiva, se iba acercando cada vez más a un triste fin».
Lotte le pidió a Werther que no la visitara antes de Nochebuena para recibir un regalo de Navidad. «Por favor –prosiguió ella-, las cosas son así, se lo ruego por mi tranquilidad; esto no puede seguir así». Lotte se percató del terrible efecto de su «no puede seguir así», y trató de distraer su pensamiento, haciéndole algunas preguntas que resultaron en vano:
«-No, Lotte -dijo-, no la volveré a ver nunca más.
-Pero ¿por qué? -inquirió ella-. Usted podrá, usted deberá volver a vernos, pero modérese. Oh, ¿por qué habrá usted nacido con tanta pasión irrefrenable, con un temperamento tan vehemente por todo lo que llega a tocar alguna vez? Se lo ruego -continuó mientras le tomaba la mano-, modérese. ¡Cuántas satisfacciones tan diversas pueden llegar a ofrecer aún su intelecto, su sabiduría, sus talentos! Sea un hombre. ¡Aparte usted su aciago cariño a este ser, que lo único que puede hacer por usted es sentir compasión! Solo un instante de calma, Werther. ¿Acaso no siente que se está engañando, que su deseo lo está arruinando? ¿Por qué yo, Werther? ¿Justamente yo, que pertenezco a otro? ¿Justo yo? Sospecho, sí, sospecho que tal vez sólo sea eso, la imposibilidad de poseerme la que genera en usted esta exaltación del deseo.
-Sabio -exclamó-, todo muy sabio. ¿Fue Alberto quien expuso estas observaciones? ¡Diplomático, muy diplomático!
-Cualquiera las puede hacer -interpuso ella-; ¿no hay en este inmenso mundo ni una sola mujer que pueda satisfacer los deseos de su corazón? Haga un esfuerzo, sobrepóngase y búsquela, se lo juro, la va a encontrar. Porque le digo, hace tiempo que me preocupa, por usted y por nosotros, ese aislamiento que se ha impuesto últimamente. ¡Supere esta situación! Haga un viaje, le permitirá pensar en otras cosas. Busque, encuentre a alguien digno de su amor y regrese para que podamos disfrutar entre todos la dicha de una auténtica amistad.
-Se podría imprimir todo esto y recomendárselo a los que tienen como vocación la enseñanza. ¡Querida Lotte!, tenga un poco más de paciencia, pronto todo tendrá solución.
-Es sólo eso, Werther, que no venga antes de la Nochebuena».
Después de irse a casa, Werther «se fue solo a su cuarto y allí lloró sin consuelo, habló a solas, muy excitado, recorrió el cuarto de un lugar a otro hasta que al final se echó sobre la cama aún vestido. Así lo encontró el criado a eso de las once, cuando se atrevió a ver lo que pasaba y preguntarle al señor si debía quitarle las botas. El accedió pero le prohibió ingresar al cuarto a la mañana hasta tanto no lo llamara». Luego escribió la siguiente carta, la cual fue encontrada después de su muerte:
«Está decidido, Lotte, quiero morir y te lo escribo sin ninguna exaltación romántica, en calma, en la mañana del día en que te voy a ver por última vez. Cuando leas estas líneas, querida mía, la helada tumba ya habrá cubierto los restos rígidos del desdichado, del afligido, que en los últimos instantes de su vida no encuentra cosa más dulce que dialogar contigo. Tuve una noche terrible y, al mismo tiempo, ¡ay!, una noche benefactora. Fue la que confirmó, la que determinó mi decisión: ¡quiero morir! Ayer, cuando me separé de ti, ¡qué indignación más espantosa se apoderó de mis sentidos, adueñándose de mi corazón, y mi desesperanzado y desdichado existir a tu lado me asaltó con un frío aterrador! Apenas alcancé a llegar a mi cuarto cuando caí de rodillas, fuera de mí y, ¡oh Dios mío, fuiste tan generoso en darme el último bálsamo de las más amargas lágrimas! Mil ideas, mil planes se acumulaban en mi pecho hasta que, al final, quedó uno solo; ahí estaba, firme, el último y único pensamiento: ¡quiero morir! Me acosté y a la mañana siguiente, en la calma del despertar, permanecía firme, seguía inquebrantable en mi corazón: ¡quiero morir! No es desesperación, he pergeñado una convicción, y me voy a sacrificar por ti. ¡Sí, Lotte! ¿Por qué he de callarlo? Uno de nosotros tres tiene que desaparecer y ese quiero ser yo. ¡Ay, mi preciada! En este atormentado corazón anduvo rondando con tanta furia, tantas veces, ¡matar a tu esposo, a ti, a mí! ¡Así será! Cuando subas al cerro, en un bello atardecer del verano, acuérdate de mí, de las veces que habré llegado del valle, y después mira hacia el jardín de la iglesia, con mi tumba, y cómo se mecen las espigas con el viento a la luz de los rayos del sol que se va poniendo! Al empezar estaba tranquilo, ahora lloro como un niño, todo se aparece tan vivo ante mí».
Werther, incumpliendo su promesa, visitó a Lotte antes de Nochebuena porque su ansia de verla era más fuerte que sus promesas. «Werther caminaba por la habitación de un lugar a otro; ella intentó tocar el piano, un minué, pero no pudo. Terminó por dominarse y se sentó tranquilamente al lado de Werther, quien se había ubicado en el lugar de siempre, en el canapé». Luego le leyó *Los Cantos de Ossián* (que él mismo había traducido) del poeta escocés Ossián.
Durante la lectura, «un torrente de llanto que brotó de los ojos de Lotte y alivió su corazón angustiado» hizo que Werther la tomara de la mano, prorrumpiendo en llanto amargo. «Lotte, apoyada en la otra mano, escondía el rostro en su pañuelo. La emoción que embargaba a ambos era indescriptible. En el destino de los nobles veían reflejada la propia desdicha, sus lágrimas se entremezclaron. Los labios y los ojos de Werther ardían en los brazos de Lotte, que sufrió un estremecimiento; quería apartarse, el dolor y la compasión le pesaban como plomo. Respiró hondo para calmarse y le solicitó, entre sollozos, que prosiguiera, se lo pidió con una voz celestial. Werther temblaba, su corazón quería explotar, levantó los papeles y siguió leyendo con voz entrecortada».
Al término de la lectura, Werther «se arrojó a los pies de Lotte en absoluta desesperación, la tomó de las manos, las acercó a sus ojos y a la frente y en esos instantes ella sintió cómo le atravesaba el alma el presentimiento de la terrible decisión. Con los sentidos turbados ella le tomó la mano y se la llevó hacia el pecho, se inclinó con un movimiento enternecedor hacia él y las ardientes
mejillas se rozaron. El mundo entero desapareció para los dos. Él la tomó en sus brazos, estrechándola contra su pecho, y con sus labios balbuceantes y temblorosos la cubrió de apasionados besos… Con la mirada llena de amor hacia el desdichado corrió a la habitación contigua y se encerró. Werther extendió sus brazos hacia ella, pero no se atrevió a detenerla…Comenzó a caminar por el cuarto y cuando volvió a estar solo se dirigió a la puerta del gabinete y con voz muy baja llamó: ¡Lotte, Lotte! Tan solo una palabra ¡una palabra de despedida! Ella mantuvo el silencio. El insistió y suplicó e insistió, hasta que por fin se separó de la puerta exclamando: ¡Adiós, Lotte! ¡Adiós, para siempre!».
Ya en su casa, Werther escribió la siguiente carta para Lotte:
«Por última vez, abro estos ojos por última vez. Ya no volverán a ver el sol; el día gris y con neblina lo mantiene oculto. Así es, ponte de luto, naturaleza. Tu hijo, tu amigo, tu amante está llegando a su fin. Lotte, es una sensación sin igual, pero es lo que más se asemeja al sueño inconsciente en el que uno se dice: este es el último amanecer. ¡El último! Lotte, ya no encuentro sentido a la palabra ¡último! Acá estoy, en posesión de todas mis fuerzas, y mañana estaré inerte, tirado en el piso. ¡Morir! ¿Qué significa eso? Mira, cuando hablamos de la muerte, soñamos. He visto morir a unos cuantos. Pero la humanidad es tan limitada que no encuentra una explicación para el comienzo ni para el fin de su existencia. ¡Todavía mía, y tuya! ¡Tuya, oh amada mía! Y dentro de un momento, separados, alejados, ¿tal vez para siempre? ¡No, Lotte, no! ¿Cómo puedo dejar de ser yo? ¿Cómo puedes dejar de ser tú? ¡Si somos! ¡Dejar de ser! ¿Qué significa? ¡Otra de esas palabras! Un sonido vacío, sin mayor importancia para mi corazón. Muerto. ¡Lotte! Sepultado en la tierra fría, tan estrecho, tan oscuro. Tuve una amiga que lo fue todo para mí en mi cándida juventud. Murió y acompañé el féretro, me quedé junto a la tumba para ver cómo descendían el ataúd y el ruido seco de las sogas cuando lo soltaron y volvieron a ser recogidas hacia arriba, después, la primera palada de tierra, otro sonido sordo al golpear la tierra sobre el cajón, una y otra vez, hasta quedar cubierto. Me dejé caer junto a la tumba, conmovido, estremecido, angustiado, desgarrado en lo más íntimo de mí ser. No supe lo que me estaba pasando, lo que me pasará. ¡Morir!, ¡sepulcro!, ¡ya no entiendo estas palabras!
¡Oh, perdóname! ¡Perdóname! ¡Ayer! Tendría que haber sido el último instante de mi vida. ¡Oh, ángel mío! Por primera vez, fue sin duda la primera vez en que ardió en lo más profundo de mi alma una dicha inconmensurable. ¡Me ama!, ¡me ama! Aún quema en mis labios el fuego sagrado que nació de los tuyos. Mi corazón vuelve a gozar ese delirio. ¡Perdóname!, ¡perdóname!
Yo sabía que me amabas, lo supe desde esas primeras miradas tan significativas, desde que nos tomamos de las manos la primera vez, y sin embargo, cada vez que me iba, al ver a Alberto a tu lado, volvía a caer en el desaliento de las afiebradas dudas.
¿Te acuerdas de las flores que me enviaste después de aquella fatal reunión en la que no pudiste hablar conmigo, no pudiste darme la mano? ¡Oh, pasé media noche mirándolas, sabiendo que eran testimonio de tu amor! ¡Pero ay!, esas impresiones fueron pasajeras, al igual que se desvanece paulatinamente en el creyente aquel sentimiento de gracia que su dios le había concedido en su magnificencia divina con claras señales sagradas.
Todo es efímero. ¡Pero ninguna eternidad podrá extinguir la ardiente llama de la vida que gocé ayer en tus labios, que sigo sintiendo en mi interior! ¡Me ama! ¡Este brazo la ha estrechado, estos labios temblaron junto a sus labios, esta boca estuvo balbuceando junto a la suya! ¡Es mía! ¡Sí, Lotte, para siempre!
¡Y qué importancia tiene que Alberto sea tu marido! ¡Marido! Para este mundo eso es… Para este mundo es un pecado el que yo te ame, el que quiera arrancarte de sus brazos para cobijarte en los míos. ¿Pecado? Bien, entonces por él me castigo. He saboreado ese pecado con un gozo sublime, mi corazón ha bebido del bálsamo y la energía de la vida. ¡Desde ese instante eres mía!, ¡mía, oh, Lotte! Te precederé en el camino. Iré hacia mi Padre y el tuyo. Ante él lamentaré y me consolará hasta que llegues tú, y volaré a tu encuentro y te tomaré de la mano y me quedaré contigo ante la presencia del Todopoderoso en un eterno abrazo.
¡No sueño, no deliro! Acercándome a la tumba voy encontrando claridad. ¡Seremos!, ¡nos volveremos a ver! ¡Veré a tu madre!, iré a verla, la buscaré y ante ella vaciaré todo mi corazón!, ¡tu madre, tu imagen!»
Mientras tanto Lotte pasó una noche agitada. «Estaba decidido lo que temía, decidido de una manera que ella no podía presentir ni sospechar. Su sangre, por lo general tan pura y liviana, se encontraba en una ebullición febril, su hermoso corazón era sacudido por mil sensaciones. ¿Era el fuego de los abrazos de Werther lo que sentía en su pecho? ¿O la indignación por su atrevimiento? ¿Se trataba acaso de una comparación ilícita de lo que sentía ahora con aquellos días de naturalidad e inocencia plena y de una despreocupada confianza en sí misma? ¿Cómo iba a presentarse ante su marido? ¿Cómo iba a confesarle una situación que en realidad no tenía porqué ocultar y sin embargo no se atrevería a contar? Habían callado ya tanto tiempo al respecto, ¿ella debía ser ahora la primera en romper el silencio para hacerle a su marido, en un momento por cierto inoportuno, semejante revelación? Temía que la sola noticia de la visita de Werther le causara ya malestar, ¡y encima esta inesperada catástrofe! ¿ Podía confiar en que su marido podía entender la situación sin prejuicios de ningún tipo? ¿Y podía desear además de él que fuera capaz de ver en el interior de su alma? Por otra parte, ¿podría fingir ante el hombre ante quien siempre se presentó tan franca y transparente como un cristal, a quien jamás ocultó o pudo ocultar ninguno de sus sentimientos? Todo esto, lo uno y lo otro, le preocupaba y además la turbaba. Una y otra vez volvía a pensar en Werther, ahora perdido para ella, pero al que no podía dejar, al que ¡qué pena! Debía abandonar a su suerte, y a quien, una vez que la sintiera perdida, no le iba a quedar nada más. ¡Cómo le pesaba ahora algo de lo que no se había percatado en su momento, la parálisis de sentimientos que había surgido entre los dos! Dos personas tan comprensivas y buenas habían dejado de hablar sobre ciertas diferencias íntimas, cada uno pensando en su razón y la sinrazón del otro, y las cosas se iban entreverando y complicando cada vez más, hasta que a la hora de tener que resolverlas el nudo parecía imposible de desatar. Si por lo menos hubiesen podido acercarse en una feliz intimidad que abriera sus corazones, permitiendo que se alternaran el amor y la tolerancia, entonces tal vez se podría haber salvado al amigo».
Wewrther envió a su criado a donde Alberto, pidiendo prestadas sus pistolas. Éste le dijo a Lotte que se las entregara. De regreso, el criado le contó que fue ella misma quien se las entregó. Werther las besó porque habían sido tocadas por las manos de su idolatrada Lotte. Luego escribió lo siguiente:
«Han pasado por tus manos, les has quitado el polvo, las beso mil veces, las has tocado. ¡Y tú, espíritu del cielo, facilitas mi acción! ¡Y tú, Lotte, me entregas las armas! Tú, de la que yo deseaba que fueran sus manos las que me acercaran la muerte y ahora me la acercan! ¡Oh, le he preguntado todo a mi criado! ¡Temblaste al entregárselas, no dijiste adiós! ¡Ay, ay! ¿Ningún adiós? ¿Me has cerrado tu corazón, solo por culpa de ese instante que me unió a ti para toda la eternidad? ¡Lotte, no habrá milenio que pueda borrar ese recuerdo! ¡Y lo siento, eres incapaz de odiar a aquel que tanta pasión ardiente siente por ti!»
Luego de arreglar unos asuntos y cancelar las deudas, escribió esta última carta para su amigo: «Guillermo, por última vez vi el campo y el bosque y el cielo. ¡Adiós, también a ti! ¡Madre querida, perdóneme! ¡Guillermo, por favor, consuélala! ¡Dios los bendiga! Mis asuntos están todos arreglados. ¡Adiós, nos volveremos a ver donde seremos más felices!». Y para Alberto la siguiente: «Alberto, te he pagado mal pero te pido que me perdones. He estorbado la paz de tu hogar, he sembrado la desconfianza entre ustedes. ¡Adiós! Quiero llegar al fin. ¡Oh, espero que sean felices tras mi muerte! ¡Alberto, Alberto! ¡Haz feliz al ángel! ¡Que la bendición de Dios esté contigo!»
Después de cavilar largo rato, decidió propinarse el letal disparo. Al día siguiente el criado lo encontró malherido y en sus últimos estertores. Cuando el criado enteró de lo sucedido a Alberto y Lotte, ésta se desmayó.
Tras la muerte de Werther, unos jornaleros cargaron el ataúd para su entierro. A sus exequias no asistieron los clérigos.
ANÁLISIS
Estructura superficial
La obra consta de dos libros. En el primero se encuentran sólo cartas de Werther a Guillermo, excepto una remitida a Lotte. En el segundo se hallan otras cartas, también enviadas a Guillermo, Lotte y Alberto, además de aclaraciones y el relato del editor y testimonios de personas que conocieron a Werther. La primera carta está fechada el 4 de mayo de 1771 y la última el 20 de diciembre de 1772. No aparecen en la obra las respuestas a ninguna de las misivas. La novela tiene un fondo autobiográfico, a manera de monólogo.
Estructura profunda
A pesar de que no es una obra fluida y carece de argumento concreto, tiene enorme profundidad psicológica y filosófica, que exploran las hondas miserias y grandezas del alma humana. Asistimos a la tragedia de la desadaptación en una sociedad altamente jerarquizada. La soledad de Werther le causó una progresiva alienación que no le permitió resolver el conflicto entre la realidad y los sueños. La obra nos muestra que al burgués le era imposible definirse dentro del sistema feudal imperante y encontrarse a sí mismo.
Personajes
WERTHER
Era un joven con un corazón sensible y atormentado, «desigual e inconstante», borrascoso y angustiado, al que trataba como a un bebé enfermo y le permitía todo antojo. Su corazón era el artífice de su propia desdicha. Era un idealista, iluso, intenso, infeliz, intelectual, atribulado, posesivo, malhumorado, inconforme, apasionado, obsesivo, atormentado, timorato, confundido, ansioso, soñador, pusilánime, introvertido, huraño, impaciente, disparatado, incomprendido, conformista y carecía de confianza en sí mismo. Se daba miedo a sí mismo. Tenía valor para morir. Se dejaba arrastrar por la indiferencia. «Pasaba de la tristeza a la disipación, de la dulce melancolía a la perniciosa pasión». A veces deseaba estar en el lugar de Alberto, vivir la vida de éste. Estaba totalmente perdido en su frenético enamoramiento. Era evidente su cansancio de vivir. Para su miseria no encontraba otro fin que la tumba.
Pensaba que podía ser feliz si no fuera por su locura. Reconocía que si fuera más ligero sería más feliz. Planteaba que la dicha o la desdicha nos la proporcionaban los objetos con los cuales nos relacionamos. Sostenía que la paz interior y la satisfacción eran algo magnífico. El amor y la lealtad eran para él los sentimientos más bellos del hombre. Prometió no volver a lamentarse por el pasado: «…gozaré lo presente, y lo pasado, pasado será para mí». Sostenía que por no atenernos «a la indiferente actualidad» sufrimos al recordar «males pasados». Tras aclarar un asunto relacionado con una herencia de su madre, colige que «los equívocos y la indolencia son, quizá, causa en este mundo de más líos que la astucia y la maldad».
Advertía que la soledad era algo peligroso. Estaba en desacuerdo con la dinámica de las relaciones burguesas. Le hartaba que midieran a las personas con el mismo rasero. Se lamentaba que los hombres se mataran por «salud, reputación, alegría, descanso… estupidez, incomprensión y estrechez de espíritu…» Lo agobiaba una profunda e insondable angustia existencial.
No aceptaba que la gente joven desperdiciara su juventud atormentándose y amargándose entre sí por pequeñeces sin importancia. Pedía a los sacerdotes que predicaran sobre el mal humor, al que consideraba como un vicio con el que nos hacemos daño y se lo hacemos a los demás. «¿No es bastante, ya que no podemos hacernos felices unos a otros, para que encima nos arrebatemos ese deleite que cada corazón más de una vez logra depararse a sí mismo?». Consideraba que el mal humor iba unido a la envidia y a la vanidad. Le incomodaba que cuando hablaba con toda la fuerza de su corazón, alguien le viniera con un lugar común carente de toda profundidad.
Su agitada perturbación mental, su pasión, su incesante agitarse y luchar y su cansancio de vivir lo atribulaban y lo hacían infeliz, y lo sumían en un estado parecido al de aquellos infelices poseídos por un demonio. «A veces lo siento en mis adentros, no es miedo, tampoco deseo, se trata de un furor interno, desconocido, que amenaza con destrozarme el pecho, que me ahoga la garganta. ¡Ay, ay! Si me asalta, salgo a deambular por los terribles escenarios nocturnos de esta inhumana estación».
Le profesaba a Lotte un amor santísimo, purísimo, de hermano. Era tan desaforado su amor por ella que tenía llenos de confusión sus sentidos. «En parte alguna me encuentro a gusto, y en todas me hallo bien». Su obsesiva y frustrada pasión por Lotte acrecentaba su infanda idea de suicidio. «En este tiempo y bajo tales circunstancias, en el ánimo de Werther se fue enquistando cada vez más la determinación de abandonar el mundo. Tenía decidido que era el último recurso, el fin de toda esperanza desde que había vuelto a ver a Lotte. Pero se había propuesto que no debía ser un acto espontáneo, tomado a la ligera, sino que el paso debía ser meditado con la mayor de las cautelas y darlo con plena convicción… Al final se había compenetrado y familiarizado tanto con esta triste idea, que la decisión estaba tomada y era irrevocable». Tenía dudas, inquietudes y una interminable lucha interior que lo afligía. «Su situación presente, su destino, su participación en el mío, exprimen de mi calcinado cerebro hasta la última de las lágrimas. ¡Bajar el telón y retirarse! ¡Eso es todo! ¿Por qué tantas dudas y titubeos? ¿Porque no se sabe qué es lo que vendrá? ¿Y porque ya no se regresa? ¿Y porque nuestro espíritu tiene la característica de intuir la confusión y las sombras antes de que tengamos la certeza de algo?»
Para él, la posición social era lo de menos, porque el primero rara vez desempeñaba el primer papel. «¡Qué necios aquellos que no ven que en realidad no es importante la posición en sí, y que los que están ubicados en el primer puesto casi nunca juegan realmente el primer papel! ¡Cuántos reyes son gobernados por sus ministros y cuántos ministros por sus secretarios! ¿Y quién es entonces el primero? Aquel, creo yo, que supera a los otros y además dispone de tanta fuerza y viveza como para aprovecharse del ímpetu y las pasiones ajenas en la consecución de sus propios fines».
Llegó a la conclusión que su sino era causar penas a quienes debía alegrar.
Según testimonios recogidos por el editor, de Werther se conoció lo siguiente:
«El descontento y la melancolía habían echado raíces muy profundas en el alma de Werther, se entrelazaron cada vez más y se fueron apoderando poco a poco de toda su personalidad. La armonía de su espíritu había sido destruida por completo. Un virulento fuego interior minó todas sus facultades y generó los efectos más terribles, postrándolo al final en una depresión, a la que intentó sobreponerse con una angustia aún mayor a la que había vivido hasta ahora en su lucha contra otros males. El temor en su corazón fue consumiendo las otras fuerzas de su espíritu, su vivacidad, su sagacidad; se volvió un ser triste, cada vez más infeliz y más injusto a medida que crecía su infelicidad. Es al menos lo que dicen los amigos de Alberto: aseguran que Werther no fue capaz de aceptar al hombre sereno que, habiendo conseguido por fin esa dicha tan anhelada, solo pensaba en adoptar una conducta que le permitiera mantenerla en el futuro. Werther, en cambio, consumía día a día todas sus facultades para llegar a la noche envuelto en sufrimientos…
El buen tiempo, despejado, poco pudo influir en su estado de ánimo sombrío; sentía en el alma una presión sofocante, las tristes imágenes se habían apoderado de él, y el único movimiento que registraba su mente era el pasar de un pensamiento doloroso a otro…
Como vivía en una frustración continua, le parecía que el estado de los demás también estaba dominado por la confusión y el descontento, creía que había desequilibrado la hermosa relación entre Albertoy Lotte, se hacía reproches y en ellos se mezclaba un inconsciente resentimiento hacia el esposo…»
CARLOTA
Era una joven agradable que allí donde ponía su vista calmaba los dolores y hacía felices a los demás. Esta señorita de estatura mediana, labios rebosantes de vida, lozanas y alegres mejillas, tenía ocho hermanitos a los que cuidaba con esmero. Huérfana de madre, velaba por la deteriorada salud de su longevo padre. Amaba y respetaba su esposo Alberto.
Era una persona amable, jovial, espontánea, comprensiva, angelical, encantadora…
Apreciaba tanto a Werther que hubiera querido casarlo con una de sus amigas, pero en ellas encontraba defectos que las hacían indignas de él. «Werther le significaba tanto; desde el primer instante en que se conocieron se dio cuenta de que las coincidencias eran muchas y hermosas, el prolongado trato que mantuvieron desde entonces y algunas situaciones vividas habían dejado una impresión muy honda en su corazón. Estaba acostumbrada a compartir con él todo lo interesante que sentía y pensaba, y su alejamiento amenazaba con dejar en ella un profundo vacío que no iba a ser ocupado nunca más. ¡Oh, si en ese instante hubiese podido convertirlo en su hermano, qué feliz habría sido! De haber podido casarlo con una de sus amigas hubiese mantenido hasta la esperanza de volver a restablecer la relación con Alberto».
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